FASTOS II
capas de cebolla
Una comprensión sobre el Tiempo no puede obviar el nexo con lo climatológico y lo atmosférico[1] -que influye sobremanera en las condiciones de la vida natural-, hay otros niveles y problemáticas que multiplican la concepción temporal.
En la astronomía el Tiempo se concibe a partir de tres métodos. Los dos primeros se basan en la rotación diaria terrestre sobre su eje, y se refieren al aparente movimiento del Sol -tiempo solar- y al de las estrellas -tiempo sidéreo-. El tercer método se basa en la rotación terrestre alrededor del Sol –tiempo de efemérides-.
Pero en buena parte de las bases de la física (más en la mecánica y en la nuclear) se percibe otra problemática: se evidencia una indiferencia respecto al sentido del Tiempo. No se hace distinción entre pasado y futuro. Pero en la perspectiva humana (y en general en la vida orgánica) la característica más descollante es precisamente la unidireccionalidad e irreversibilidad: de ahí la metáfora usual de la “flecha del tiempo”[2].
El campo cognoscitivo de los físicos y cosmólogos ha planteado cinco formas diferentes de distinguir la dirección del Tiempo[3]. La más importante es la segunda ley de la termodinámica, o principio de entropía. Esta afirma que la energía se degrada en sus sucesivas transformaciones; así había menos entropía en el pasado, y habrá más en el futuro.
Pero la entropía no se refiere para nada al “flujo” del tiempo. No dice de ese momento que llamamos “ahora” que se desplaza hacia el futuro. Tan sólo plantea que el Universo se muestra diferente en las dos direcciones opuestas. Desde ahí no existe en la física una descripción de ese flujo ni de la velocidad a la que el tiempo “queda atrás” en relación con nosotros.
Sin embargo, todo lo vivo –y en particular todo lo humano– está sometido al principio de entropía, un principio de degradación, desintegración y deterioro. Esto obsesiona, traumatiza. Y nos conduce a emplear nuestra propia crisis para rejuvenecernos sin darnos cuenta (aunque lo sospechemos) que llega un momento en el que no podemos más[4].
La segunda forma es la cosmológica: la expansión del universo después del Big Bang[5]. La materia que forma el Universo se hallaba más comprimida en el pasado, y estará más dispersa en el futuro. La tercera noción tiene que ver con una partícula subatómica que hasta hoy no ofrece importancia real, quizás potencial para un futuro[6]. La cuarta forma del tiempo, la electromagnética (la luz, los rayos X, las ondas radioeléctricas, o los rayos ultravioletas e infrarrojos) se propaga hacia el futuro, nunca hacia el pasado.
La quinta noción temporal –de gran importancia para el campo del arte– es nuestro sentido subjetivo del tiempo, una “flecha” psicológica. El tiempo físico no conoce instantes privilegiados, ni hace uso de la noción del ahora; mas este es fundamental en nuestra experiencia vivida del paso del tiempo, la cual se relaciona con disquisiciones filosóficas antes reseñadas y con los procesos mentales simultáneos y biológicos cíclicos que se producen.
De esa diversidad de tiempos se deriva el del cuerpo –ritmos del desarrollo vital hasta la muerte–, con un ajuste biorrítmico ajustado mediante el núcleo supraquiasmático (llamado comúnmente “reloj interior”)[7]; además de los ciclos de emisión hormonal y los femeninos, regulados de modo natural por los meses lunares. Tenemos también el tiempo de la naturaleza, que se expresa generacionalmente, o por las estaciones, o por las rítmicas migraciones u oscilaciones de poblaciones de presas y predadores; o más largamente por la evolución biológica de las especies –y, no olvidemos, en ellas nosotros–.
Se tiene en cuenta el tiempo de la vida social traducido en las esferas de interacción del hombre (ocio, socialización, vida familiar, actividades de índole cultural, política, etc.). Y uno último, clave por su importancia en la alteración de la temporalidad de sociedades diferentes culturalmente: el tiempo del sistema industrial (al que se le agrega un “tiempo” generado por el poder financiero). Este, en cualquiera de las perspectivas de sus formaciones económico-sociales contemporáneas, impone a la sociedad el tiempo lineal homogéneo, abstracto, medido. Y culmina desde fines del siglo XX con la aparición de un “tiempo-mundo” sustentado por la “realidad” de la red, de lo conexo, de una “comunicación” hi-speed vorazmente creciente que irónicamente nos dice –como una suerte de sirena– que nuestro tiempo es mayor; pero nos crea la ansiedad (buena clave de la mercadotecnia) por la adquisición de lo aparentemente novedoso y nos consume nuestro tiempo en el circo de las vanidades humanas. Ello obnubila nuestra capacidad para percibir los tiempos largos –que atañen al espíritu más que a nuestra cosificación; y nos crea una enorme dificultad, consumismo condicionado, para hacernos cargo de la duración. Al esto ser pasto crítico para los campos ecológicos, económicos y sociológicos contemporáneos, se reproduce en la creación cultural; y en ella la artística.
Pink Floyd, Queen, Moulin Rouge y otras versiones.
El espectáculo[8] como nuevo dios ha contagiado la vida de la pose –que no postura–. La superficie “rococó” aflora para sustituir el tiempo en que la meditación, las relaciones, la amistad, los intereses comunes, eran más profundos y profundizables. Parece que asistiéramos a una dinámica que no permite entonces la intensidad de lo íntimo, el cultivo ecuménico. Porque el Tiempo, como los rebaños separados que al parecer somos, lo hemos escindido y nos ha hecho más vulnerables a favor de la imagen y el contacto cosmético, frío, apresurado.
La queja de Oscar Wilde sobre las demasiadas tardes libres que cuesta construir una utopía parece ser hoy un salvoconducto de la vida. Porque la libertad tiene esa misma dimensión temporal: lleva tiempo, mucho tiempo. Las sociedades donde la gente “no tiene tiempo” no ofrecen entonces cabida a esa libertad porque su gente está maniatada a una dependencia.
Nuestras conexiones mediante los sentidos son conexiones para sentir, luego intelectualizar, que no vivimos en un vacío porque le tenemos un miedo congénito. Gustamos rodearnos material y objetualmente por ese vértigo que nos causa y para creer que estamos “vivos”. Pero no reparamos siempre en ese vacío del espíritu que más atenta contra nosotros. Nuestro vacío de sentido y orientación es un vacío donde el Tiempo se pone en riesgo; porque nos obstaculiza nuestra capacidad de percibir procesualmente y de percibir el Tiempo contenido en el conocimiento y en la existencia.
Lo común del hombre expresa al mismo dentro de un campo de responsabilidades, y por ello dentro de una duración: del tiempo como duración. Reflexiona sobre las experiencias pretéritas e intenta extraer las lecciones de la historia para evaluar sus posibles consecuencias futuras. Pero en un extremo perturbado, ese hombre se espacia en buscar los goces más inmediatos; a la vez que su campo temporal se acorta, languidece gradualmente. Damos sentido a nuestras acciones y a nuestra vida mediante su inserción en el tiempo como duración, desplegándose esas acciones a lo largo del tiempo. Este, degradado a la sucesión de momentos inconexos, nos sume en un sinsentido invivible. Por eso las crisis en nuestra relación con el Tiempo son crisis de sentido[9].
Nota:
Este ensayo está reeditado en partes y versionado tras más de veinte años de su publicación inicial. La misma tuvo lugar en Ilé. Anuario de Ecología, Cultura y Sociedad. Año 3, Número 3, 2003, p.p. 191-208.
[1] Aquí radica otro problema de carácter lingüístico, pues “tiempo” en castellano comprende otras acepciones que no coinciden de igual modo en otros idiomas o lenguas.
[2] Noción que procede del astrónomo británico Arthur Eddington y que parece apropiarse de la antigua discusión sobre la inmovilidad de la flecha que por sí sola, capturada como instantánea visual en su trayectoria, no delata ni cambio espacial ni temporal. Este movimiento, punto de la polémica, se le atribuye a partir de una secuencia perceptual.
[3] Richard Morris “Las flechas del tiempo”, Salvat, Barcelona, 1994, Capítulo 8, p. 125 y ss. De ello el poeta, profesor y ecologista Jorge Riechmann subraya que: “Cuando los físicos hablan de las flechas del tiempo, nada en esa noción tiene que ver con un flujo. Cuando hablamos de las ‘flechas del tiempo’, sólo queremos indicar con eso que el mundo se ve diferente en un sentido del tiempo que en el otro.” (Morris, p. 204).
[4] Una curiosa prueba en el campo biológico: las secuoyas pueden vivir más de 4000 años; un cocodrilo más de cien; un colibrí sólo dos o tres. Así, no es perceptible a primera vista ningún nexo común en longevidades diferentes. Pero los fisiólogos del metabolismo han descubierto que los seres vivos nos parecemos en que en la vida consumimos igual cantidad de energía por gramo de peso corporal. Un metabolismo acelerado se traduce en una longevidad menor; y a la inversa, cuanta menos energía consume un organismo, más vive. Traduciendo esa lectura temporal desde le energía metabólica la longevidad de la mosca, el árbol, el ave o el hombre resultan sorprendentemente semejantes. Ver: WWF/ Adena: “El ritmo de la vida. El factor tiempo en la naturaleza”. Plaza y Janés, Barcelona 1999, p.p. 34-48.
[5] Añado cierta oposición con la teoría del “Punto Omega”, muy discutida desde 1994, del matemático Frank Tipler. Puede resumirse en que llegado un determinado desarrollo de la vida y la inteligencia a escala cósmica, el poder de la vida sobre la materia será tal que podrá confundirse con la del mismo Dios. Para ello el universo debe probarse como finito, que la inteligencia artificial sea posible -como se va demostrando cada vez más- y que el final del universo sea un Big Crunch: un momento de concentración o implosión total. Desde tal perspectiva la física permitiría la resurrección de la vida eterna a cualquiera que haya vivido, viva o vivirá. Ver: “La física de la inmortalidad”. Edit. Alianza, 2000.
[6] Según los científicos no se aprecia en general una flecha temporal en las reacciones nucleares ni en las reacciones entre las miles de partículas elementales descubiertas hasta hoy; pero los físicos conocen una subpartícula atómica: el mesón neutro K (o kaón), cuya desintegración sí presenta una irregularidad respecto al tiempo y genera una extrañeza cuántica.
[7] Un pequeño núcleo de unas ocho mil células situado en el hipotálamo cerebral.
[8] El show anunciador, la falseada mise en scéne, la performance social, la constipada teatralización, la pasarela de las vanidades… Esos y otros pueden ser sinónimos de lo que nos encontramos en la sociedad, en varias fuentes teóricas o que resaltan de muchos personajes mediáticos, políticos o culturales. Si bien recuerdo, lo he leído en textos de Ihab Hassam, en comentarios sobre las circunstancias culturales contemporáneas por parte del novelista checo Ivan Klima y en conversaciones con artistas.
[9] Ver: Jean Chesneaux, “Habiter le temps”; Bayard, París, 1996.