Portada de muestra de arte contemporáneo sobre el tiempo. Centro Cultural de España de La Habana, enero-febrero de 2003 (fragmento)

FASTOS I

Si nos encontráramos en una habitación oscura, desaparecería el mundo visible, nuestra percepción del espacio y toda su apariencia corpórea; nuestra conciencia pasaría de un estado a otro. Quedaría entonces una sucesión, un tránsito… una expresión, una sensación, aún no definida, de El Tiempo.1

El hombre ha creado diversas respuestas a la problemática del Tiempo. Desde los campos filosóficos, científicos y místicos esta es una de las primordiales preocupaciones. Los modos en que se concibe se acercan cada vez más a una confluencia –tal vez ganada y perdida en el pasado, y de presumible reunión futura, aun presente– de lo científico con lo espiritual. El punto medio se halla en esa idea de que existen diferentes tiempos que han devenido construcciones más o menos viables para la comprensión de una especie de trauma del ser humano.

Tras este trauma uno de los miedos que lo sustentan es el olvido, la amnesia. Y mucho de lo que se piensa hoy es consecuencia de ello. Porque en su base está la perenne idea de la regresión. El hombre para explicar su existencia ha tenido que “regresar” constantemente2. Creando esa idea de estar de espaldas al futuro –el que en “realidad” no parece existir, es el terreno de la utopía o la carnada para andar– hemos estado construyéndonos desde un “pasado”.

El tiempo aniquila al espacio, bien decía Marx. A ambos los hemos comprendido históricamente en tanto pares indisolubles, donde el primero puede adquirir un peso fundamental sobretodo a partir de las ganancias que la filosofía “no occidental” ha ido inoculando en la visión de occidente –que algunos más reducidamente dan en llamar un renacimiento asiático del que quizás no escape nuestro contexto– y de las problemáticas en torno al Universo experimentadas desde las ciencias.

No pretendo hacer una reflexión completa sobre esta cuestión, eso compete a tantos campos culturales que se torna complejo. Aun ni siquiera hacer un desmonte pleno de los términos implicados en las ideas anteriores. Pero sí quisiera intentar perfilar algunos caminos potenciales iniciales para rumiar tal fenómeno visto desde mi heterodoxa formación artística –y ojalá culturológica–.

Me queda un centavo de 1998 que resguarda mi bolsillo vacío

(aún los demás están en algún rincón de misterio de Eduardo).

Conservo

aun ese medio del 2001 obsequiado junto con una peseta del 2002.

Aun ofrecí un peso de igual momento,

no sé si existirá en la palma donde lo dejé.

Aún todos brillan

–aunque mi peso se haya ennegrecido–,

aun brillan como ese brillante en todas las almas,

en la tuya y en la mía.3

Todos sus días San Pablo moría. Yo no soy santo, mas a veces, las más de las veces, también considero que nuestra vida puede ser agonía. Pero además es goce: porque también “nacemos” cada día. Y es que me afilio a la noción de que todo fluye, de que en un instante lo que concebimos como futuro puede ser ya presente y este ya pasado. Si percibimos esto podemos sospechar que el hombre es siempre “el mismo” pero siempre es “diferente”, porque en esa sucesión temporal hay algo que cambia en nosotros. 

Nuestras nociones y acciones actuales son desafiadas por la necesidad de hacer más flexibles los horizontes temporales que nos rodean o están por acaecer. Sus constricciones contemporáneas exigen repensarlo, revisarlo, no como ese tirano que nos domina; sino en tanto futuro liberador de nuestras ataduras. Aunque el enfoque contemporáneo anuncia persistentemente que se acaba el tiempo para la salvación del mundo: más si pensamos en lo que significa alterar dramáticamente nuestros estados de la existencia. 

Parafraseo. Es pura, pero necesaria, la imaginación para intentar concebir lo que es el Tiempo para un viajante del Sahara, o para un minero en las profundas canteras; algo diferente sería para un campesino inmerso en su cultivo o para un preso en su mazmorra, o para el santo de la leyenda que pasó sin darse cuenta doscientos años escuchando el canto de una pequeña ave; … y así nuestra imaginación sería interminable.4

La revolución tecnocientífica nos extiende nuestra visión hacia virtuales futuros antes sólo soñados. Ya real una revolución genética, que potencia una reorientación de la evolución biológica, y cierto el “cementerio” de residuos nucleares biosférico (que emitirá su radiación ionizante durante decenas de miles de años); nuestras actuales intervenciones nos sitúan en dilemas éticos causados por el Tiempo y por el tiempo que hemos “construido”.

En conclusión, nos sumergimos cada vez más en un mar de desajustes y conflictos temporales. Pensando a fondo entonces, nuestra obsesión contemporánea en torno al “desarrollo” –ora individual, grupal o social– es un debate sobre nuestra relación con el Tiempo. Mas su génesis se esconde en la manera de percibirlo “históricamente”. Sigo interpretando. Nosotros, vanidosos humanos, tenemos dos millones de años de existencia y tan “jóvenes” nos devoramos todo. Así de limitados somos, que no logramos emular a las cucarachas, las que evolucionan desde hace doscientos cincuenta millones de años. Más limitados porque desconocemos la real magnitud plusgenética y poética que encierra tener cerca de quince billones de años y ser constituidos por polvo de estrellas –en lo que somos semejantes a todo–.5

El Tiempo parece ser la cadencia usual de las mutaciones y estas entrampan nuestra percepción sobre él. Cada cambio, cada fenómeno, contiene miles de rasgos que hacen inconmensurable su precisión y que se miden por variadas y complejas mutaciones de orden natural, social y personal.

cotorra de un rosario

Acudo entonces a la historia sólo para recordar. Entre la Antigüedad –aun la India6– y el mundo judeocristiano, pasamos del tiempo cíclico y mítico al tiempo lineal y orientado. Aunque la objetividad del Tiempo en occidente se ha referido desde antaño al movimiento de los cuerpos celestes, Platón fue de los primeros en plantear el problema de la estructura real del Universo mediante el mito de la creación del Tiempo; lo que fue definido por Aristóteles como cálculo del movimiento e inherente al ser humano.

Hasta ahí, andando los primeros pasos en una etapa media, parece que existió una época legendaria en que el conocimiento confluía y tanto el espíritu, la ciencia, la filosofía, el equilibrio de cuerpo y mente –estos últimos presuntos recintos de la razón y el ánima– eran partes indisolubles de la poiésis o armonía.

Pero algo fracturó aún más nuestros caminos para bien de la amnesia. Fuera de occidente, desde diversas corrientes, se han generado disímiles comprensiones sobre el Tiempo.

Nuestras vanidades culturales han desatendido lo que se concibe bajo el islamismo, que evoluciona desde el siglo VII D.N.E. cual modelador cultural y religioso que construye otras nociones espacio-temporales. Otras “lecturas” se hacen desde la misma cultura africana –que más adelante retomaremos–. Del budismo surgido a partir del siglo VI A.N.E. y del taoísmo chino al zen japonés que deriva del primero en el XII medieval, nos llega un nexo en relación con una poca consideración en torno a los problemas temporales como se comienzan a percibir en occidente. Porque poco les ha importado la ególatra y cosificada sujeción que la “lectura” hecha de la cristiandad nos legó a un occidente que dio la espalda a mucho de lo que había al Este del Mar Negro y a bastante de lo que se fecundaba debajo del Mediterráneo y del Levante africano.

Para el hombre africano el Tiempo ha sido en general una categoría holgada, abierta, elástica y subjetiva. Considerando que el hombre es quien influye –previa licencia de antepasados y dioses– sobre la extensión, ritmo y transcurso temporal. Este incluso es algo que el hombre puede crear. Porque en esa perspectiva la temporalidad se manifiesta a través de acontecimientos, y el hecho de que se produzcan o no dependen del hombre. Así, de no acontecer algo el Tiempo no habrá manifestado su presencia, no habrá existido. Porque es consecuencia de nuestros actos y desaparece si lo ignoramos o no invocamos. Desde esta noción nuestra influencia es quien lo resucita. Y se hiberna o llega a la nada si no le prestamos nuestra energía. El Tiempo parece entonces una realidad pasiva y –sobre todo– dependiente del hombre.

Claro ese alejamiento en nuestra era, para nosotros la dimensión subjetiva del Tiempo no fue analizada hasta San Agustín, quien otorga un lugar a la introspección y contrapone a la vez (en línea neoplatónica) tiempo y eternidad7 e insiste en la conciencia de temporalidad8 más que en el tiempo objetivo. “Luego”, trampa de esos saltos, tuvo lugar entre la Edad Media y la Moderna otra transición desde el tiempo flexible –marcado por los ciclos naturales: de las mutaciones– al tiempo de reloj.

A partir del siglo XIV se difunden los relojes mecánicos, transformándose nuestras nociones hacia una diferente concepción del Tiempo ignorada en épocas anteriores: con existencia propia y en tanto magnitud abstracta y homogénea. Entre otros factores, ello precipitó la revolución científica del siglo XVI. Así nos convertimos en los animales que medimos nuestro tiempo. El reloj –gran símbolo de la modernidad– propició separar el tiempo de los ciclos naturales y llegar a la noción de tiempo abstracto9.

El reloj, además de medir, “fabrica” el Tiempo. Porque sustituye el ritmo natural y el interior de cada ser por una sofisticada regularidad proveniente de un monótono y leve sonido. Nuestras vidas se han ido organizando según ese tictac, y nos hacemos serviles de él sin reflexionar qué es el Tiempo y cuál sentido le proporcionamos.

En ese tránsito, en el XVIII Kant indica que las ideas metafísicas no se pueden probar, pero tampoco se debe renunciar a ellas; en último término, deben ser justificadas por la moral. Así la metafísica parece quedar fuera del conocimiento posible para el hombre –y se refugia en el terreno de lo potencial–. Sus consideraciones lo conducen a estimar que el Tiempo no es concepto derivado de la experiencia sino forma a priori de la sensibilidad, tanto externa (junto con el espacio) como interna, que sirve de fundamento a toda intuición.

A su vez, para Hegel el Tiempo es ámbito de afirmación de toda verdad, de modo que se abre una perspectiva que da paso a todas las filosofías de la historicidad –Descartes implícito-, propias de la época contemporánea. Su pensamiento reside en pensar la vida: poner el ser y el pensamiento en oposición a un principio con el fin de superar y trascender esta oposición. El proceso dialéctico y la fenomenología se van a convertir, indirectamente, en una crítica a los sistemas que dejan vacíos sin argumentar, bajo la excusa de presunción de verdad absoluta; así como también a aquellos que niegan la existencia de una verdad absoluta.

En esa línea la fenomenología va a distinguir entre tiempo objetivo y tiempo fenomenológico, que se convertirá en el siglo XX (por ejemplo: en Heidegger) en tiempo vivido y en temporalidad. En la perspectiva heideggeriana, la existencia es temporalidad, un estado del hombre como Dasein (“ser aquí”), susceptible de generar angustia que devela al “ser aquí” la condición última de existencia (el “ser para la muerte”). Así se mantiene eterna la cuestionante de si el Tiempo –por supuesto, también el espacio– es real o constituye una pura abstracción en la conciencia humana. Desde la negación de su carácter objetivo, que tiene también desde el XVIII en Berkeley o en Hume, entre otros, su situación en dependencia del contenido individual de la conciencia; pasando por la contemplación sensorial kantiana devenida de formas ya predeterminadas a priorísticamente, o percibiendo al Tiempo como una de las categorías del espíritu absoluto hegeliano, no encontramos mediaciones y podemos visitar su antípoda.

En ese orden de polémicas, en la modernidad decimonónica se concibe al Tiempo objetivamente y se niega la realidad fuera de él, en tanto inseparable de la materia como fundamento primordial. Así, materialistamente, se revela la universalidad y generalidad del Tiempo –e, insisto, también del espacio–. Para esta posición tiene una dimensión y sólo una, expresando la sucesión en que van existiendo los fenómenos que se relacionan y sustituyen unos a otros y lo hacen irreversible bajo la noción de que todo proceso material (¿y el subjetivo?) se desarrolla en una dirección, del pasado al presente y al futuro. Ello también supone una respuesta al “hilo” de la metafísica, que concibe una existencia del Tiempo con independencia de los procesos materiales y cada uno de por sí. Esa respuesta materialista pugnante con otros oasis de pensamiento y a la vez asimiladora de ellos, parte de que el movimiento constituye la esencia y de que, por ende, todo es inseparable –aseveración mediante de la física moderna–.

En un occidente moderno más lleno de dudas que de certezas, la influencia newtoniana proveniente desde el XVIII-XIX sobre las ciencias naturales se apoya también en esa objetividad del tiempo y el espacio; mas los considera separados e independientes uno del otro, existiendo así como apartados de la materia y del movimiento. Con ello emergía un hilo de conducción con la filosofía clásica naturalista cristalizada desde Demócrito, et. al., que concibe al Tiempo en tanto un fluido uniforme e inconexo que será puesto en tela de juicio por la teoría einsteiniana que fusiona, unifica, hace indivisible cualquier comprensión de tiempo-espacio.

Para Einstein el movimiento y los campos gravitatorios afectan al paso del tiempo.10 Y nota cómo la gente común no concibe la dimensión del espacio-tiempo más allá de sus relaciones con los objetos sensibles. Este desconocimiento no permite la distinción entre cantidades absolutas y relativas, verdaderas y aparentes, matemáticas y comunes.11 De su teoría se desprende que el orden de las partes del tiempo es inmutable, estas partes no pueden desplazarse de sus lugares pues sería desplazarlas fuera de sí mismas. El Tiempo es cual “lugar” tanto de sí como de las demás cosas. Así todo está colocado en el tiempo según un orden de sucesión, y espacialmente según un orden de situación.

La relatividad desarrollada desde Einstein hasta hoy, que sitúa a la física moderna de Newton como clásica, sustenta la inexistencia del reposo absoluto en el Universo.12 Lo que enlazo en algo, por una parte, con el pensamiento de Leibniz acerca de la presencia esencial de dos partículas, dos oposiciones complementarias e iguales en su inversión, para poder hablar de una mínima “existencia”. Lógicamente esto es referente obligatorio para entender la unidad de contrarios de la dialéctica materialista y nos remite además a los contrarios que interactúan del yin y el yang taoísta. Por otra parte esa afirmación relativista de la inexistencia del reposo absoluto hace contacto con la noción de “permanencia de la impermanencia” del zen13. Físicamente ese no-reposo sucede en el espacio-tiempo tetradimensional (tres dimensiones espaciales y una temporal) donde tienen lugar todos los sucesos del Universo. De aquí, toda la materia universal podría haber sido creada por fluctuaciones cuánticas en un espacio “vacío”.14

Por ese “conocimiento” cultural occidental, resumiendo mucho de lo antes planteado, vivimos bajo el convencimiento del funcionamiento independiente del Tiempo respecto al hombre y de su existencia objetiva, en algo exterior, fuera de nosotros y con parámetros medibles y lineales. Esa herencia newtoniana provoca que la cultura europea –y de ella mucha occidental– se sienta su esclava, sea su súbdita; condiciona que exista y funcione observando sus férreas e inexorables leyes, sus principios y reglas (plazos, fechas, días, horas, …); y que se mueva dentro de los engranajes del Tiempo como maquinaria: y esta “derrota” esa cultura: el tiempo la aniquila.

Un dicho africano señala que todos los blancos tienen reloj, pero nunca tienen tiempo. La falta de tiempo dinamizada por el culto a la velocidad, la fragmentación de la vida cotidiana, la dilatación física o temporal de los trayectos que recorremos cada día, la centralidad de buena parte del trabajo, etc., son síntomas de una suerte de enfermedad cultural que tiende a contagiar al mundo entero.

Las lucubraciones aumentan en la medida que se palpa la representación del Tiempo de modo variable, para las ciencias condicionado por propiedades fisico-químicas que parecen reproducir una representación psicológica y mentalmente. Pero hoy es común el escepticismo, si no la duda, ante la idea de que si bien sobre Dios con sus tantos “nombres” –para otros Universo– se teoriza y se filosofa como ejemplo genético pues de ahí parte mucho; tampoco las ciencias –zona de presumible “comprobación”– han mostrado una verdad sobre su existencia o su inexistencia.

Nota:

Este ensayo está reeditado en partes y versionado tras más de veinte años de su publicación inicial. La misma tuvo lugar en Ilé. Anuario de Ecología, Cultura y Sociedad. Año 3, Número 3, 2003, p.p. 191-208.

  1. Este texto se debe a ideas latentes desde “Rusty scope…”; Revista ARTECUBANO No. 3/2000, p.p. 66-75. Los más cercanos saben mi problema con el Tiempo (tengo mala noción de él). Releyendo a Borges, a Carroll y algo de filosofía, escuchando música, viendo “pinchas” –como algunos decimos al arte-, hablando con amigos y colegas del arte, o constatando lagunas amnésicas dentro de bastantes creaciones visuales; fue más apremiante mi necesidad de sumergirme en el tema. El arranque final para pensar-escribir me lo dio conversar con mi padre sobre estas cuestiones. Luego él me motivó para leer textos del español Jorge Riechmann (poeta, ensayista, traductor, profesor de filosofía moral e investigador ecológico), quien me “contaminó” casi hasta el punto del plagio. Una parte me fue dada sin quererlo por Magaly Espinosa, Doctora en Filosofía y especializada en Estética que ha sido como una «loba protectora» del arte contemporáneo. Cierta duda, a la vez sosiego, me causó escuchar al Maestro y filósofo Gustavo Pita y otro detonante lo fue recordar una anécdota que nos contara a varios amigos el semiólogo y editor Desiderio Navarro, en un almuerzo camagüeyano en septiembre de 2001. ↩︎
  2. Como se ilustra en la imagen que da comienzo a este ensayo, resulta curioso que el símbolo matemático para expresar que algo existe, también empleado en física, es una E invertida, como mirando atrás, que también manifiesta una idea de la regresión.  ↩︎
  3. sin”. Inédito de Gaspar Carbonero; que más que poeta es un amigo. ↩︎
  4. Me apropio, luego de haberlas encontrado referidas por Riechmann, de algunas ideas que aparecen en “No soy de aquí”, de Joseba Sarrionandía, Hiru, Fuenterrabía 1994, p. 140. ↩︎
  5. En este caso sucede similar, aunque será una referencia más reiterada en el texto. Ver: Morris, Richard. “Las flechas del tiempo”, Salvat, Barcelona 1994, p. 77. ↩︎
  6. Los antiguos mediterráneos no fueron los únicos en considerar el tiempo cíclico. Los Vedas (1500-600 A.N.E.) concebían ciclos dentro de otros. El más corto era de 360 años humanos. El más largo correspondía a la vida de los dioses (estimada en cerca de 300 billones de años). Pero el tiempo no se agotaba, aun pasados esos billones de años. Los propios dioses morían y renacían y los ciclos cósmicos de creación-destrucción se prolongaban eternamente. Ver Richard Morris (ob. cit.). ↩︎
  7. Eternidad: proveniente del latín aeternitas. En contraposición al tiempo, es una perpetuidad que no tiene principio ni tendrá fin. Se relaciona religiosamente con la vida del alma después de la muerte y cronológicamente con la duración dilatada de siglos y edades. En la filosofía de Boecio es una posesión simultánea, total y perfecta de una vida interminable; es un atributo exclusivo de Dios. En Spinoza y el panteísmo, en oposición a la duración, es el atributo bajo el cual se concibe la existencia de Dios.  ↩︎
  8. Temporalidad: Calidad de temporal. En filosofía es el carácter de lo que ES en el tiempo, de lo que es esencialmente temporal (propio, en Heidegger –como se señala en el texto-, de la conciencia humana). En otros sentidos se relaciona con la eventualidad, la interinidad o la fugacidad. ↩︎
  9. Ver Richard Morris (ob. cit.). Los primeros relojes se registran en tiempos antiguos (el de sol, el de arena o el de agua -las clepsidras–) y los mecánicos datan del siglo XIII; pero eran de una sola aguja que marcaba las horas. El minutero se incorpora en el XVI, el segundero en el XVIII; y no es casual esta última adición: va en paralelo con el desarrollo del capitalismo industrial. Al aparecer la mensuración precisa del tiempo, las horas y los segundos pasan a convertirse en mecanismo de control del poder y en algo comprable y vendible. Así el tiempo, inferido en el texto, puede ser mercantilizado. Esto era inconcebible en el feudalismo. Morris recuerda cómo durante el Medioevo, entre uno de los motivos que condicionaron la prohibición de la usura, se consideraba hasta herético cargar un interés porque eso equivalía a vender tiempo; y este, era creencia, sólo pertenecía a Dios. ↩︎
  10. Efectos predichos en 1905 por Einstein en su teoría de la relatividad restringida. Entre los años 60 y 70 del siglo XX se realizaron experimentos sobre las alteraciones del tiempo. En 1971 se transportaron relojes atómicos en dos aviones de gran velocidad. Uno volaba hacia el Este (en el sentido de rotación de la Tierra) y el otro hacia el Oeste. Después del vuelo, los relojes estaban atrasados o adelantados, según se hubieran desplazado en uno u otro sentido, respecto a un reloj atómico que permaneció en tierra. ↩︎
  11. Para Einstein el tiempo absoluto (verdadero y matemático en sí mismo y por su propia naturaleza) fluye de manera ecuable y sin relación con algo externo, y se conoce también con el nombre de duración. El tiempo relativo (aparente y común) es una medida sensible y externa, ora exacta o inecuable, de la duración mediante el movimiento, y se utiliza corrientemente en lugar del tiempo verdadero; ejemplos de ello son la hora, el día, el mes, el año. ↩︎
  12. Y plantea que no es posible especificar unívocamente el momento en que ocurre un hecho sin una referencia al lugar donde ocurre. Todo elemento del Universo se describe mediante una llamada “línea del universo” que se traza en el tiempo y el espacio. Al cruzarse dos o más líneas del universo, se produce un hecho o suceso. Si la línea del universo de una partícula no cruza alguna otra nada ocurre; por lo que no es importante (ni tiene sentido) determinar la situación de la partícula. ↩︎
  13. Más propugnada por la escuela budista Madhyamika fundada por Nâgârjuna, que asume el camino del medio, enfatizando el concepto de vacío cual relativizador de toda concepción extrema. ↩︎
  14. Consultar de Stephen Hawkins su “Historia del Tiempo”. En continuidad con las teorías einsteinianas, la teoría del campo unificado propone que en los “comienzos” del Universo pudieron tener lugar cambios en una región de aquel caótico estado original, donde pudo hincharse vertiginosamente para permitir que se formara una región observable del Universo. Ya referido en el texto el contacto con ciertas nociones del zen, donde se hacen evidentes las consideraciones sobre el vacío, la milenaria filosofía hindú también considera que el Universo se creó de una explosión que desarrolló una energía. Entre otras corrientes, todas estas confluencias se notan en el shivaísmo de Cachemira.  ↩︎