FASTOS III (final)

Ser fragilidad, resistencia.

¿A qué asistimos hoy? Tenemos que ver más con un desgobierno de los tiempos que nos muestra incapaces para organizar con la razón las múltiples temporalidades que nos afectan como seres humanos –más si consideramos pertinente reconocernos con una incapacidad cultural para proyectarnos en la futuridad–.

Había pensado cómo asistimos al tiempo del espectáculo, pero este se “hace” cada vez más fugaz, más clip. De modo que asistimos al bombardeo por doquier de esa vertiginosidad que hace también de nuestras expresiones artísticas destellos de nuestros contrasentidos, láseres controlados en su “vida” …por ende en su tiempo. Paradójicamente mucho de lo que es problemática de las poéticas visuales es ese trauma ante una temporalidad intempestiva que nos colma “plenos” de brevedades, finitudes que se enlazan en discursos que intentan re-enquiciar el tiempo agredido y que nos agrede.

Como los seres humanos, el arte manifiesta un “singular” viaje de regreso; porque es imposible, al menos eso creemos, el regreso real. Una de las zonas del arte actual –que lucha por no desespiritualizarse y a la vez por penetrar la ciencia y valerse de sus herramientas–[1], evidencia más su naturaleza paradójica; porque aun proponiéndose esa regresión y esos desplazamientos o lógicas imbricaciones, se enfrenta al reto de querer otorgar una humanidad que no poseemos a una humanidad futura, inexistente, aún por formar. Se mantiene el arte como el eterno refugio de la ensoñación de una realidad posible en otro tiempo.

En el arte se vive el presente y el pasado, hasta se virtualiza un “futuro”. Se viven realidades de otro modo imposibles de experimentarse. Incluso partiendo de elementos muy particulares, puede extenderse hacia una universalidad que lo hace trascendente. De tal modo que nos dispone como individuos de todos los momentos en él contenidos. Claro que esta capacidad de transportación que posee no es dada al cultivo por todos los individuos. Esta “Máquina del Tiempo” es dable gracias a una capacidad imaginativa, a una intuición sensible que se fortalece mediante el cultivo de los sentidos.

Pero en el presente que nos agrede se nos engaña, ora pública o privadamente, con un privilegio de lo inmediato considerado como el tiempo que “vive” por encima de –y gracias a– nuestras vanidades. Y esa inmediatez, con toda su destitución y restitución temporal, nos dispone ante una colisión de tiempos –antes inaudita para occidente-, mas ya plausible, ante una suerte de ubicuidad instantánea que origina una “contracción” cultural, cognoscitiva, de la historia, del pasado… del espacio-tiempo. Entonces el arte de valor parece el terreno para afirmar y disentir.

Las nociones contemporáneas de estado social –en ello lo cultural– se tornan cada vez más insostenibles en la medida que tenemos más opciones “nuevas” en intervalos cada vez más breves. Su consecuencia es que nos arrojamos a no tener tiempo para la vida, lo que aumenta con nuestro espíritu devastador, predador de él mismo, que autorreproduce nuestras mismas incertidumbres.

La acelerada modernidad industrializada condicionó una vida inmersa en un fenómeno denominado engrisecimiento del calendario[2], rompiéndose la posible relación tiempo lineal-tiempo cíclico (pasamos “necesariamente” de lo natural a lo sofisticado, de la producción por estaciones a la de invernaderos, del día-noche al imperio de la luz eléctrica, etc.). Se borran entonces las distinciones del tiempo como contraveneno a nuestra fobia por la oscuridad. “Iluminarnos”, clave para la vida y aun el espíritu humano, se traduce físicamente en una disolución de los límites temporales más naturales que llaman al reposo. No nos permitimos el cansancio, sino la búsqueda, para la que no hay tiempo de descanso porque el reposo es sinónimo de muerte: del fin de nuestro mínimo tiempo.

Reloj mundial en Alexanderplatz, Berlín, Alemania. FOTO: Anne Wagner.

Es señalado cómo la ruptura tecnológica desde los sesenta del siglo XX desestabilizó el sistema ciencia-técnica y lo distanció del control de los poderes públicos –estos, por mucho que no lo queramos, sólo han consumido–[3]; aun más de su organización en busca de una esencialidad. La aceleración y la poca disponibilidad de selección obstaculizan nuestra relación temporal para filtrar lo medular de la acumulación de información existente. Así el tiempo para el conocimiento se torna profuso.[4]

Aquí radica otro problema que nos ha embaucado por la amnesia cultural que implica, y es que en esa consustancial vanidad nos creemos potencialmente aptos para asimilarlo todo sin percibir que mucho pensamiento, mucha cultura creada, es una relectura de nociones esenciales que han sido revisitadas para inventar “nuevas” expresiones y sólo eso. Porque creemos en la aparencial infinidad y complejidad de los discursos del hombre. Pero lo esencial que desplaza a un segundo plano toda voz, expresión o representación, resalta que la expresión humana –y en ella las artes– se reduce a unas pocas cuestionantes reinventadas o transformadas.

Ello deviene de una perturbación emancipatoria –en cualquiera de sus planos– que nos conduce a la eterna pregunta del surgimiento, el decursar y el posible fin de “la existencia”; siempre cuestionándonos nuestro lugar y transcurrir en el Universo: en el espacio-tiempo. Así dejamos de percibir que buena parte de nuestra “evolución” ha sido expresiva o instrumental. Mas las “grandes preguntas” siguen latentes como zanahorias para andar por el camino[5].

Con tanta celeridad, tanto retraimiento y sobreestimulación humanos, padecemos demasiados contenidos de conciencia imposibilitados de encontrar espacios y tiempos dialógicos. Por esa desinformación por sobreinformación, se pierden las capacidades reflexivas de asimilación y edificación en detrimento de la reactivación de una conciencia crítica. En ese plano se exige una cultura de resistencia temporal que edifique el espíritu –y no su nihilismo– frente a los discursos de poder que nos hacen creer mucho como “novedoso”.

Porque ese poder puede definirse en términos de control sobre el tiempo ajeno. Aunque el Tiempo no se produce –mas se condiciona–, la apropiación del tiempo de los demás acrecienta el ejercicio de poder. Y consigue la dependencia de los demás hacia esa autoridad avasalladora. En consecuencia, la gente no parece tener tiempo para la vida, pero sí para ciertas “aficiones” desespiritualizadoras cotidianas –que incluyen el consumo de los Media u otros mecanismos de condicionamiento del pensamiento común–[6].

Ese mismo poder, devenido poder cultural, es el causante de que haya sido secuestrado el tiempo de la gente para ocupar al máximo la conciencia de los individuos con la prefabricación, creando un tiempo limitado por contenidos preestablecidos. Así nuestra conciencia, en términos espaciales sería un receptáculo colmado de la mediatización y el adoctrinamiento –sea cual sea, que obstaculiza la necesaria vida con espacios “vacíos” que ofrezcan tiempo para la interrelación, la meditación, la contemplación, el silencio–. Un espacio que propicie un tiempo para el goce, el regocijo, o las visiones fantásticas, prodigiosas, ideales, imaginativas –ese otro “sentido”– de nuestra espiritualidad.

Al arte (ora exorcismo, incertidumbre, armonía o plenitud) también le impele ser medio reflexivo sobre la recuperación del tiempo, sobre la liberación del mismo que lo desenajene de las sujeciones que la sociedad contemporánea ha condicionado: que permita recuperar el tiempo para SER humanos.

Grabado de John Tenniel, siglo XIX, para la primera edición de «Alicia en el país de las maravillas» de Lewis Carroll.

el conejo, la liebre y el sombrerero

De niño me impresionaba escuchar un disco viejo con las canciones de la versión animada de Disney sobre Alicia en el País de las Maravillas. Luego vi el film animado y poco después pude leer el libro del diácono Charles Lutwidge Dogson. Primero me causaba un miedo infantil el des-encuentro laberíntico con las flores. Superado con los años –por otros desencuentros “más reales” –, me entrampó la sutileza del conejo y su desafortunada experiencia con el sombrerero loco y la liebre de marzo.

Todos en el absurdo esclavos, uno de llevar el Tiempo y no poder parar, los otros dos castigados con todas sus vanidades y desquicies a un mismo instante y a una misma acción repetitivos, estos en su pobreza intentan des-“arreglar” el Tiempo: vengarse haciendo añicos el símbolo físico de sus reiteradas penitencias.

Mas es lógico entender que ahí romper el símbolo infiere nada pues el conejo, aunque más atolondrado, sigue su “curso” tras ser expulsado de una suerte de “no lugar” por estos dos desajustados moradores –el tercero, un pequeño ratón siempre ebrio, se exalta con sólo escuchar en su limbo mental una referencia gatuna–.

Pero a la vez, durante todo pasaje de la lectura, sigue latente ese sentido laberíntico con el que se complejiza la historia, si no la vida “real”. Y el laberinto re-emerge como símbolo del paso de un estado a otro –como muchos han relacionado con el tránsito de la vida a la muerte–. Aquí también es el punto de regresión constante al mismo origen, el lugar del “desnacer”, otra manera de nacer –como se concebía en el Egipto antiguo–. Es un centro, un ombligo, del espacio místico que simboliza la duración suspendida, el lugar inmóvil del Tiempo y del espacio: por ello el lugar de origen. Como centro del paso de un estado a otro, es el α y el Ω; que ordinariamente no logramos captar por el “sinsentido” terrible que nos provoca sabernos en un mismo punto sin dirección que incomprensiblemente nos muestra, nos lleva, al fin.

¿A dónde va el tiempo-conejo? ¿Cuál es su dirección, su sosiego? En esa tierra donde, sentencia sarcásticamente el sabio felino Cheshire, nadie sabe nada, sólo la Reina puede saber, el refugio es el Poder. Justo el centro de donde emana “cómo” ha de ser todo, extendiéndose hasta esos sitios proscritos porque él mismo –ella misma en este caso– los ha dispuesto, es Cheshire un “poder” que se escapa, que está por encima de sujeciones, ubicuo, oculto-presente (porque esconderse no implica desaparecer), burlesco, desestabilizador, casi conflictivo de mucho; incluyendo el Tiempo. No es fiesta, no es placer el viaje, es un homérico trayecto el de Alicia, y el del conejo para encontrar el amparo en el punto clave del tablero[7]; y “creer” a buen recaudo la existencia como casi nunca pudo el Ulises antiguo cuando trataba de “regresar” a su isla.

Grabado de John Tenniel, siglo XIX, para la primera edición de «Alicia en el país de las maravillas» de Lewis Carroll.

El hombre es como una isla con su tiempo. Nosotros que la vivimos la hacemos, la padecemos, hasta la cercamos más o la vendemos. Cada uno hace su isla –refugio, claustro o libertad, y su necesidad de regresar. De Homero a Dante, a Shakespeare, a Swift, a Carroll, a Joyce o Lowry…; hay un nexo de regresiones y naufragios interminables e incompletables en el tiempo porque se pierden en él. Símbolos que contienen otros símbolos, textos dentro de textos, tiempos dentro de tiempos. Desde el sueño de la antigüedad oriental y la Grecia clásica, hasta Nietzsche y Borges, encontramos esa dimensión de la poiêsis temporal. Esta nos muestra su evolución en un tiempo circular y analógico que le es inherente. Y no evoluciona en tiempo lineal, histórico, “historicista”. Nos sumerge en una temporalidad diferente donde son pertinentes el “instante eterno” y el “tiempo circular” que intenta vencer a un saturniano tiempo que nos ha querido precipitar hacia la muerte.

En el plano individual de la vida se conjuga el ritmo circular basado en la reiteración (día y noche, rutinas cotidianas, transcurso de las estaciones) con el tiempo lineal, donde los acontecimientos son únicos e irrepetibles. En ese juicio de temporalidad es pertinente revisitar la noción kantiana de la persona como fin en sí misma, disponiendo al individuo contra un control dominador del tiempo suyo. Instaurándolo como propio generador de poder mediante el autodominio que le permita gobernar su tiempo vital de acuerdo a sus deseos e intereses; y no condicionado por una época que hace loas a la industrialización (o estandarización) de la producción de contenidos de conciencia para sujetar a la gente. Otra pertinencia es posible desde la teología, donde se entiende a la eternidad como un instante en el que se juntan milagrosamente todos los tiempos.

Creer en la posibilidad de la eternidad es una alternativa existencial y un remedio al trauma que emana del Tiempo, porque se convierte en la suma de nuestros ayeres: todo el pasado que no se “sabe” cuándo empezó, luego todo el presente, lo que era el presente que ya es el pasado, y el porvenir “increado”; pero existente. De Platón se desprendía que el Tiempo venía a ser la imagen móvil de la eternidad. Lo que también se encuentra en el pensamiento de Blake: como dádiva de la eternidad.

Porque si nos dieran todo el SER (que puede pesar el Universo) pudiéramos tal vez quedar aniquilados, anulados, muertos. Entonces la eternidad nos permite esas experiencias del ser de un modo sucesivo. Todo es dado sucesivamente porque parecemos incapaces de poder soportar toda la carga del Ser del Universo. La totalidad del ser es imposible para nosotros. Así nos dan todo… gradualmente. Pero la contemporaneidad, hija de ese pasado, parece haber creado un mundo desprovisto de una necesaria espiritualidad para el hombre; por lo que nos quita todo… gradualmente.

Aquí mucho es hesitación: o el Tiempo es un río heracliteano fluyente desde el principio y que llega a nosotros; o fluye desde el porvenir hasta el presente. En esa dimensión un tanto a la inversa, cuando el futuro se vuelve pasado, es el momento que llamamos presente. Desde la poética implícita en esto también se concluye que pueden existir diversas series de tiempo y no uno único. Puede entonces que no haya tiempos anteriores, contemporáneos o posteriores entre sí; sino distintos porque cada uno vive una serie de hechos, paralelos o no.

Decía Boileau-Despreaux que el Tiempo pasaba en el momento en que algo ya estaba lejos de él. Pero el tiempo que pasa, no pasa enteramente. Siempre somos otros, pues en un transcurso –por mínimo que sea– siempre pasa, sucede algo. Sin embargo, somos los mismos. Sabemos qué nos sucedió o pasó. Porque queda en la memoria. Estamos hechos de nuestra memoria en buena parte y esta está hecha, también en buena parte, de olvido. Y ese olvido –carencia, pobreza– es el arma más letal para el espíritu de la que se ha hecho uso desde la linealidad cartesiana occidental.

Ese presente que siempre pensamos, sin una extensión, es tan inasible e inexistente como el punto en el espacio. Tenemos que imaginar que él aparentemente existe sintiendo el pasaje del Tiempo. Porque el presente ni se detiene ni es puro, siempre tiene partículas de otros tiempos. Y ahí el problema de la identidad cambiante, con la que aflora la permanencia como algo fugaz. Uno es uno siempre, aquí, allá… donde sea; lo permanente es que cambiamos pero no nos reemplazamos o sustituimos. En última instancia unos más despiertos, otros más atontados por la ignorancia, todos vamos a volver a ese lugar donde nacen los sueños.

The end, Koniec, Fertig, fin…

Grabado de John Tenniel, siglo XIX, para la primera edición de «Alicia en el país de las maravillas» de Lewis Carroll.

Nota:

Este ensayo está reeditado en partes y versionado tras más de veinte años de su publicación inicial. La misma tuvo lugar en Ilé. Anuario de Ecología, Cultura y Sociedad. Año 3, Número 3, 2003, p.p. 191-208.


[1] Algo que no es nuevo, pues el arte ha “cambiado” a tono con las transformaciones que se han dado en otros campos de la cultura humana, en parte gracias a sus préstamos e interrelaciones de un campo a otro.

[2] Como denomina el filósofo Julius T. Fraser: the greying of the calendar, en “Time, the Familiar Stranger”. Amherst, 1978, p. 313; aludiendo a la pérdida, tras la modernidad y su consecuente industrialización, de los ritmos y matices naturales con el desarrollo de la vida “artificial”.

[3] Ignacio Ramonet: “Necesidad de utopía”, Le Monde Diplomatique 31 (edición española), Madrid, mayo-junio de 1998, p. 1.

[4] Hace casi cuarenta años el Director de la Biblioteca Pública de Nueva York, Vartan Gregorian, apuntaba que la información disponible del mundo se duplicaba cada cinco años. Y en la medida que ocurre este crecimiento decrece el uso de esa información pues no estamos preparados para asimilar todo lo que ello encierra; tan sólo una parte ínfima. En declaraciones suyas referidas en El País el 22 de noviembre de 1984, señalaba cómo estudios realizados en Japón en 1975 decían que sólo el 10% de la información que se produce es utilizada; el 90% se desperdicia. Actualmente se utiliza sólo el 1% o el 2%.

[5] Idea abordada también en el texto citado en la nota 3 de la parte I, publicada anteriormente en OjodeHipopótamo.

[6] Las frías estadísticas a veces dicen ciertas verdades, hasta el cierre del siglo XX anotaban que el promedio de permanencia del hombre común ante una pantalla de TV –aunque hoy otros medios suplen en gran medida ese dominio: el móvil celular es el mejor ejemplo de esa trampa–, era de tres horas diarias. Esto aumenta o disminuye según el estrato social, la zona geográfica –no es lo mismo el norte de África que el de América, por ejemplo–, el horizonte espiritual de cada uno y el uso que se haga de los medios tecnológicos en el presente; pero es un promedio considerable para el “tiempo” que se tiene diariamente. A ello se le podría agregar el tiempo gastado, no invertido, en videojuegos y juegos por computadoras –aunque estas sean ya tan necesarias y apunten a otros horizontes futuros que nos acerquen a un pasado soñado históricamente por la modernidad–.

[7] Que luego se evidencia en “A través del espejo y lo que Alicia encontró al otro lado”. Más que una versión del primer libro, esta es una “relectura” del mismo Carroll, menos fresca pero más intelectualizada, tras la distancia de una década entre un libro y el otro.