PULSOS (parte II)
En esta etapa crítica actual, no parece considerarse al pensamiento filosófico como hace cincuenta años se estilaba. No es de interés mediático, precisamente porque hoy vivimos bajo una realidad que busca silenciar la voz y la acción crítica, y los que disentimos no interesan tanto en los Media. Y en ello la filosofía, el pensamiento en acción. Es una etapa de procesos donde muere un pasado y se avizora algo diferente. En todo, quienes hacemos cultura debemos revisar nuestros roles.
Si es evidente que vivimos una etapa de crisis en casi todos los campos –lo que pudiera ser un motivo de cambio ulterior, aún bastante tímido–, en ello parece haberse sentido una suerte de “vacío” del campo filosófico. Carencia que no es tal, pues el desarrollo del campo de las ideas –en relación con la práctica– lo que ha estado es “desplazado” de lo que mediáticamente se considera “importante”.
Ya hace unas décadas se consideraba que los procesos de desertificación en las ideas generan oasis de pensamientos. Y en la medida que es una época de crisis, es una etapa donde no se pondera lo que es importante para repensar el pasado con vistas a una idea de futuro. Esto ha generado un desconocimiento, si no miopía, sobre cuáles son las fuentes filosóficas y teóricas que hoy fluyen, evidente o soterradamente.
Como parte de esta vida actual, mucho se mueve por “tendencias” cacareadas de medio en medio, de red en red, sin muchas disquisiciones sino por anonadadas repeticiones, posteos y algoritmos que trabajan por debajo de la superficie de las redes para posicionar más unos contenidos sobre otros –intereses y sobre todo dinero mediante–. Esa inclinación a consumir “lo trending”, sin pensar más allá, es resultado de un comportamiento habitual de la sociedad, no importa su momento histórico, ni estatus social o dirección ideológica, a creer en lo que se torna como presunta “verdad”. Y ha sido en casi toda la historia del ser humano un modo de manipular que hoy, con la irrupción tecnológica y los cambios en la comunicación –que nos aparenta una personalización, dada por operaciones que no percibimos dentro del lenguaje programático de los software, pero resultan artilugios para atraparnos como usuarios y consumidores–, parece más fácil en la medida que curiosamente han aumentado las posibilidades de moldear y conducir a la media social –con un agravamiento evidente de la instrucción, la educación y el conocimiento, lo que influye en un control social mayor–.
A no ser que operemos desde la “Deep Web”, un nivel de contenidos de internet que normalmente no se encuentra con facilidad por los llamados “motores de búsqueda” usuales, u otras alternativas para proceder desde fuera de los sistemas conocidos, lo que no excluye lo hoy llamado “analógico”: textos impresos y otras formas físicas de información –lo que comprende también lo testimonial–, es bastante difícil para la sociedad acceder a información divergente, o cuestionadora de lo que sucede. Mayormente lo que se puede encontrar es ya condicionado mediáticamente y esto estructura los algoritmos con los que se modela la información. Incluso si en ciertos momentos resaltan sucesos, hechos o fenómenos de interés, en un sentido crítico al andamiaje de los sistemas –porque no vivimos en un mundo unipolar, hay diferentes posiciones incluso en aparentes oposiciones–, estas fuentes pueden ser desaparecidas por diversos métodos de silenciamiento o anulación. Por demás, la conocida práctica llamada “infodemia”, que genera una especie de “censura” por sobre-información. Ya probado que este efecto, contrario a la desinformación, crea una sensación de aturdimiento o disolución de la capacidad selectiva en nosotros, conveniente para enrarecer a la sociedad promedio ante lo que puede ser importante. No creo que esto que planteo sea del todo desconocido, pero sí preciso destacarlo.
Y en esa parcialización del conocimiento, casi paradójico por la existencia de herramientas que hoy muchos podemos pensar como una presunta “democratización del conocimiento”, tendemos a creer con inocencia o ignorancia sobre ciertas fuentes –con el consabido incremento de las “fake news” que tanto alimentan, junto con las noticias más nefastas, la estulticia y el morbo humanos.
Mas si regresamos al punto inicial, sobre la modelada ausencia de pensadores desde el campo filosófico y la aplicación de las ideas para comprender los fenómenos que nos afectan, se propende a ponderar propuestas como las de Byung-Chul Han. Y este es interesante en tanto un crítico del capitalismo que se vive contemporáneamente. Pero detrás de su pensamiento hay otras fuentes. Está Giorgio Agamben, que debemos revisarlo mejor porque está más vinculado con el pensamiento de Foucault, en una línea relacionada con la escuela de Frankfurt, neo-marxista en su momento, y que es crítica respecto al capitalismo, como también lo ha sido de los socialismos reales, mal llamados comunismos en mi opinión, pues el comunismo es un nivel modélico, nunca alcanzado.
El proceso de ese mal llamado comunismo, o lo que es el sentido tergiversado del socialismo, fue un fracaso durante el siglo XX y sus reconsideraciones en este nuevo siglo y milenio responden a un populismo que no conduce a un fenómeno emancipador, sino más bien de empoderamiento de otra estructura de poder que, en última instancia, también manipula a la sociedad desde intereses de esa supremacía. Y está claro porque es una “izquierda” que no es izquierda. Es un proceso supuestamente de revolución y de cambio que no ha sido tal cual.
Esta noción de las derechas y las izquierdas es consecuencia de un “accidente histórico” cuando la llamada Revolución francesa de finales del siglo XVIII. Según la ubicación solicitada por el presidente de la Asamblea nacional francesa, Jean Sylvain Bailly, a los delegados durante la sesión de agosto a septiembre de 1789, para discutir el peso de la autoridad “real” ante la fuerza de la asamblea con vistas a la Constitución que se estaba formulando. Los que estuvieran a favor de vetar la misma se congregaron a su derecha. Mayormente fueron parte del clero y la aristocracia que así expresaban su oposición al cambio. Quienes apoyaban la modificación: negar el veto real, se ubicaron a la izquierda de Bailly y apoyaban la creación del llamado “tercer estado” o estamento (la mayoría formada por el campesinado, por la burguesía, que generaba y habitaba los espacios modernos: las ciudades, por los artesanos, los comerciantes o mercaderes, la plebe urbana y los mendigos). Este grupo decía representar a los estratos sociales que no habían tenido expresión política hasta esos momentos, defendían valores de la Revolución y de nuevos conceptos modernos como el de patriotismo y otros que han conformado la “identidad” moderna heredada de ese periodo.
Tras más de dos siglos y medio, estas posiciones de una izquierda como sinónimo de cambio y una derecha como estatismo, han sido harto manipuladas dentro del espectro ideo-político con repercusiones en la cultura moderna y contemporánea. Con un espectro que oscila, desde la izquierda, del comunismo al socialismo, de este al liberalismo, que fluctúa hacia la derecha en dirección al conservadurismo y en su extremo al fascismo.
Sin embargo son esquemas que con la práctica pueden ser más complejos y confusos: hoy se puede percibir una derecha que se propone “transformar” realidades, como una izquierda que pretende enquistarse sin operar cambios en sus contextos y deviene en conservadora o más.
Esto nos regresa a las tendencias de la izquierda del siglo XXI, principalmente con ese carácter populista y de una travestida naturaleza que disfraza ciertas prácticas neoliberales y de carácter estratificador, pero de modo que diluye a la clase media y arroja como resultado un aumento del sector humilde de la sociedad, un empobrecimiento mayor, y una distancia entre dos estratos que potencialmente polarizan las realidades de la sociedad contemporánea. En gran medida esta retorcida izquierda ha sido lo mismo que ha estado criticando históricamente respecto a los contextos del capitalismo conocido. E incluso ha ido asimilándolo: en un capitalismo de Estado que tiene en los ejércitos y fuerzas del orden y la represión –no la defensa y preservación de la sociedad, sino los intereses de esa mafia estatal–, a un aliado importante para evitar reveses de índole castrista.
Provengo de Cuba, fenómeno que de una manera neoliberal, de una manera brutal y cínica, entra sin afeites, completamente primitivo pero sin detenerse, en un capitalismo que establece nuevamente un apartheid, una especie de desplazamiento de la sociedad respecto a la Jet Set. Y esto sí influye mucho en la percepción tal vez sensible de artistas orgánicos, de artistas que comprenden y emplean lo intelectual, lo sensorial y lo creativo para poder indagar, calar, en determinadas problemáticas de orden social, de orden ideológico, político y no sólo estético.
Las nuevas realidades que estamos viviendo con estas circunstancias de crisis sistémica, generan incluso otros niveles de lenguaje. Pero creo que debemos ir más allá de lo que propone Byung-Chul Han. El coreano-germano es una figura mediática, aunque se haya hablado de su “iconoclasia” personal durante un tiempo, ese “rasero” publicitario sirve como parte de un marketing sobre su persona y su obra –existen otros ejemplos similares, como Christopher Nolan, o el filósofo sueco Nick Bostrom, el historiador Yuval Noah Harari en una suerte de estrategia boomerang: pues lo que critica genera un efecto contrario–. Hoy al parecer es trending mostrar algo en nuestras vidas emparentado con el mundo analógico, o del pasado reciente, como suerte de “símbolo” de cierta disidencia o anti-establishment –sin contar con las posiciones de los neoluditas y los Unabombers–.
Porque también tenemos otros pensadores, como puede ser Thomas Piketty, que viene del campo de la economía, crítico respecto a los mecanismos del capitalismo contemporáneo. Todos ellos están hablando de algo que Byung-Chul Han nombra “la sociedad del cansancio”, pero realmente todos ellos están reflexionando sobre algo mucho más complejo, que tiene que ver con cómo nosotros estamos ante un proceso.
Y en eso, los artistas.
Es importante que tengamos presente el arte, porque considero que estamos en un proceso de transición. Una etapa que patalea desde su “cama Fowler” y agoniza en una fase previa a su muerte.
Eso es lo que sucede ante algo que aún no tiene forma. Lo percibo desde un punto de vista de las artes, en las producciones que he hecho, no sólo en Cuba, sino en Europa, en Estados Unidos, en México, y que me reafirma cada vez más la idea de que estamos creando una antesala, si somos conscientes de las herramientas del siglo XXI, un umbral, una suerte de threshold, para algo que aún no tiene nombre, que no tiene forma, que es ese sentido de una mirada contemporánea a determinadas problemáticas como seres humanos dentro de una sociedad que ya expresa un hartazgo total y una desdefinición de los estamentos modernos que han estado dirigiéndola durante todo este tiempo.
Y esto no es exactamente un razonamiento postmoderno, sino un análisis que desmantela las nociones de identidad, que destituye el sentido de la “soberanía” y lo demarcado como “nacional”, y en este punto es interesante acudir a Agamben y revisar sus aportes filosóficos. Y cómo todo esto nos permite entrar en zonas experimentales en el campo de las artes, sobre todo utilizando herramientas tecnológicas, para podernos ver en ese umbral de un posible “renacimiento” que a lo mejor nos lleve veinte, veinticinco, cincuenta años con ciertos desfasajes. Porque sí es cierto que hay un reordenamiento de “centros” y “periferias” en estos momentos a raíz de una sociedad policíaca, donde todo se está controlando de un modo global, tanto en la oriental como en la occidental.
Se ve perfectamente en China, en sus proximidades con la India, con un proyecto casi ultranacionalista en el contexto hindú, con un proyecto como el de Putin, que salió reelegido y hoy afianza su nacionalismo de corte imperial con esa bizarra masacre ocurrida en el Crocus City Hall, en el suburbio moscovita de Krasnogorsk.
Por otro lado, el espectro de esa Europa que no ha logrado ser lo que se propuso a finales del pasado siglo, aquejada también por lastres que hacen de lo moderno un parapeto ralentizador. Y tras ellos, los hilos de un contexto ridículamente chovinista y nacionalista como Estados Unidos –que poco hubiera sido sin el abanico multicultural que lo ha conformado hasta hoy–, sintomático de una expresión que evidencia la profunda crisis actual. Tras tanto, las caricaturas de contextos como México o Venezuela, por un lado, o los experimentos con Estados de excepción como El Salvador o Ecuador, y otras naciones americanas debatidas en la inutilidad, por eso en la idiotez funcional epocal, que manipulan “lo nacional” como bandera de realidades falsas, de circos de politiqueros que no son otra cosa que títeres del norte y de un “nuevo” tipo de realidad que son los “narcoestados” –donde se evidencia esa ruptura de fronteras entre la izquierda y la derecha–.
Bien lo dice Fito en «La canción de las bestias»: ¿Cómo creen que se puede arreglar un mundo donde todos llevan la razón?
Y estos sentidos, que de alguna manera pueden ser comprendidos como reaccionarios, retrógrados, que se mantienen en las posiciones de lo conservador, de una tradición, y esa tradición como una ilusión de la permanencia, están en fricción constante en estos momentos respecto a algo que todavía, repito, no tiene forma, y se está gestando a partir de una porción mínima dentro de una sociedad que trata de ser más sensible a las problemáticas. Pero una sociedad desorientada. ¿Por qué? Porque estamos conviviendo con un proceso de “medievalización” epocal, un transcurso lleno de prejuicios, sumamente reactivo, y creo que desde el arte no estamos haciendo mucho por ello.
Nos dejamos llevar por las ferias, por el fashion, por la pasarela. Caemos en esa trampa de un decadente rococó, dentro de una cultura que bien Hannah Arendt, y en ella también hay que indagar nuevamente: sobre el sentido de la banalidad. Precisamente esta banalización nos conduce a perder de vista qué es importante y qué no lo es. Nos disloca nuestro ámbito axiológico y nos hace creer que es valioso lo fútil, lo superficial, y por esa banalización no percibimos la gravedad de ciertos hechos, sucesos, procesos del presente: ¿Qué es la ética? ¿Qué es el deber ser? ¿Qué es la vida?
Esto, lo banal entronizado como corteza insensibilizadora ante lo que debe preocuparnos y ocuparnos en esta vida, hoy, es lo que trae en consecuencia que sucedan tantos desmanes, que no nos importen como debiera ser, y que nada hagamos contra todo el desastre en el cual estamos viviendo, no desde 2019 o 2020, sino desde 2008, pero consecuencia de un proceso anterior.
Estamos viviendo una época crítica, y creo que los artistas nos hemos arrinconado, tal vez acobardados, y que estas situaciones hayan sido propicias para que el mismo sistema, rabioso, en crisis y reactivo, nos haya acorralado.