Vedados (Parte 1)
A través de varias partes, podremos adentrarnos en la importancia y necesidad de la disidencia como forma de cuestionamiento activo, creativo y necesario, cada vez más, en la contemporaneidad de esta nueva centuria y milenio.
Hoy, vivimos una época que parece reiterar, desde otras herramientas pero similares esencias, expresiones contrarias a lo que ha sido una lucha perenne del ser humano, desde esa compleja naturaleza de “lo humano”, en aras de una condición cualitativamente mejor respecto a otros periodos de nuestra cultura.
La posibilidad de existencia de la disidencia parece estar en peligro. Por eso la necesidad de pensar sobre su pertinencia en medio del riesgo que corre la práctica de la democracia.
La sociedad contemporánea parece haber aniquilado cualquier posibilidad alternativa de transformación y, sobre todo, cualquier posibilidad de disensión con la masificación –aunque polarizada, extendida entre millones– de modos de pensar curiosamente uniformados. Puede parecer algo sabido, o en boca de muchos, pero realmente es pensado y sentido con mayor profundidad por unos pocos respecto a la generalidad social, esos pocos que además relacionan con gran preocupación esta gran problemática con la banalización imperante.
A diferencia de lo que antes se concebía, práctica y teóricamente, en relación con las corrientes que se proponían transformar al ser humano y a la sociedad en aras de un mejoramiento –modernamente hablando: el cultivo de un desarrollo a partir de paradigmas o telos a alcanzar–, la llamada “nueva izquierda” que dice contener las claves de un presunto modelo para el siglo XXI y el nuevo milenio –vaya arrogancia– se ha enajenado respecto a las bases de muchos de los problemas reales. Ha huido de los conflictos medulares trans-históricos, casi eternos en la condición humana, pero no menos importantes en la modernidad de la cual es hija esa polarización entre derechas e izquierdas, y con ello se ha tapado ojos y oídos a la realidad de los conflictos sociales, que se concentra en última instancia en el milenario conflicto entre los estratos superiores y los inferiores.
En esta época que parece ensombrecernos como sociedad, es cada vez más común la persecución a lo que disienta, que no es sólo protestar y oponerse a lo establecido, sino arremeter de modo crítico y aun con alternativas a lo que se ha instrumentalizado en la sociedad contemporánea como parte de su antonimia: el consenso.
Lo consensuado es lo que se legitima. Es lo que se aplaude por una mayoría. Y no siempre, como va sucediendo, la mayoría lleva la razón. Incluso la mayoría practica un consenso como afirmación de lo que sin percatarse va contra ella misma. Porque es bastante peculiar, pero real, que nuestra naturaleza humana tiende a negar lo que somos, si no lo escondemos, y procedemos frecuentemente de modos contradictorios, quizás por un fuero entrópico inherente aunque desconocido por gran parte de la sociedad cuando se conduce por lo banal, lo poco profundo, por ende insensible ante valores vitales elementales.
Y es normal tras el consenso negar, denigrar y excluir a quien disiente. Es parte de la naturaleza conservadora, de lo que se intenta mantener, por ser expresión de una mayoría equívoca. Y ahí las tradiciones, por ejemplo. Las tradiciones son una ilusión de la permanencia. Y esa permanencia expresa una esencia conservadora. Porque pocas cosas, principios, esencias, son permanentes en la vida de la sociedad, en su decursar y en su acervo. Entonces la negación. Ella no atañe al pensamiento disidente sino a su contrario. Porque en el acto de negar sin propuesta o camino, nada se encuentra. Y esa nulidad, ese nihilo, expresa más la naturaleza reaccionaria, retrógrada, de las posiciones y acciones de índole conservadora, contra cambios, estatista.
Cuando disentimos no nos quedamos en esa posición como estática. Es todo lo contrario. Oponernos desde esa perspectiva conlleva una naturaleza activa, creativa, destitutiva para construir algo diferente. No es mera oposición sin sustento, culturalmente pueril, sino todo lo contrario: la disidencia es fundacional porque parte de una percepción sensible sobre lo que ha de ser modificado por inoperante o por insuficiente o necesario de ser transformado.
Y esto, desgraciadamente, no es algo que implique normalmente a una percepción de la mayoría, pues la misma se orienta por pocas pistas, pocos parlamentos, slogans más bien, selectos por efectivos, que inciden en la manipulación eficaz, necesaria para alcanzar un consenso… aunque luego, con los años, la misma sociedad vea, horrorizada, lo que ha ayudado a destruir: el monstruo que ha alimentado por pensar que al ser mayoría lleva razón.
A todo fenómeno social le es inherente su inclinación a suprimir lo que sea disensión. Una de las preocupaciones mayores en varios lapsos de la historia ha sido precisamente cómo impedir el surgimiento de posturas disidentes al sistema predominante. La época de Napoleón III es un buen ejemplo de ello, un periodo que se adentra en la segunda mitad del siglo XIX francés –y de influencia en varios contextos occidentales, aun americanos–. Hasta propició un cambio sustancial en lo espacial, que conllevó a la “modernización” de París con el plan de Georges-Eugène Haussmann, como un método también efectivo para inhibir cualquier posibilidad de oposición y revuelta.
Ahí una idea, paranoica y real, del espacio como expresión de la voluntad policial y controladora, mientras una sociedad reticente primero, obnubilada después por las luces de la modernidad comenzaba, poco a poco, a consensuar con sus aplausos la llegada de algo “nuevo” que solapaba una realidad: sepultar cualquier intento de disidencia.
Hoy, de otros modos, con otras herramientas, el consenso aplaude en general la irrupción tecnológica como parte del consumismo adictivo. Y tras ello, la instrumentalización desde el mundo digital conectivo de sistemas de vigilancia y control que exacerban la mentalización policial de la sociedad. Así, aplaude por consenso lo que es una transformación real –y como insisto desde hace mucho: las modificaciones que comprenden giros instrumentales trazan diversas rutas, y esas nuevas herramientas no son ni buenas ni malas, dependen del uso que les demos–, un cambio en diversas direcciones e intenciones, una de ellas: solapar la perenne necesidad de control.
Y con ese aplauso, se llega a un nuevo consenso. De modo que volvemos a quedar ciegos ante quién nos apachurra y nos ponen frente a un nuevo “enemigo” que padece como sociedad esencialmente lo mismo: el semejante contra el semejante. No “los de arriba con los de abajo”.
Por eso, y más, resulta tan compleja la creación de sociedades democráticas. Pues una democracia implica justeza, armonía, balance de posiciones: lo que sería realmente un consenso auténtico, no instrumentalizado como en la contemporaneidad –heredera entonces de modelaciones que se implementaron en sociedades como la soviética y la alemana del nacional-socialismo, así como de otras sociedades “no occidentales” como la ayatólica o la talibana y unos cuantos bodrios que sobreviven hasta la actualidad, tanto en el eje asiático como en el americano–.
Ese “poder del pueblo” ha sido materia recurrente de alteraciones, porque el ejercicio de la democracia necesita de una cultura compleja desde lo civil, con una conexión entre los estratos sociales existentes en la sociedad –y no sus distanciamientos, como suele ocurrir–. Y esas alteraciones se han empleado muy bien para manipular la voz de los pueblos, de las sociedades, no a favor de sus pronunciamientos sino de quienes se erigen en cabezas de poderes.
Los partidos, sus presuntos líderes –bastante en crisis actualmente–, responden más a tendencias partidistas que responden y dependen de una nomenclatura con intereses de poder, financiero, clasistas, … pero no civiles, sociales, ni de servicios a ese “pueblo”. Este es manipulado en sus “necesidades”, desde sus ansiedades, urgencias y deculturaciones operadas, conducidos por mecanismos que tuercen lo que puede ser una armonía social, a favor del escondido interés de quienes dicen representar a ese complejo organismo que es la sociedad.
Y es que en una real democracia la disensión es parte de su funcionamiento. No se reprime o impide su existencia. Es parte de las virtudes de lo que se considera un equilibrio. La armonía se alcanza precisamente por contar con todas las posiciones y regular que unas no predominen sobre otras en lo que atañe a los pasos, las proyecciones, los métodos en aras de objetivos comunes. Esta es la esencia real de la política –que no realpolitik aunque tengan vínculos–: establecer métodos, pasos, estrategias con vistas a alcanzar algo. No es lo que hoy se practica ni piensa por esa mediocridad que se empodera mediante algo que no es “política” sino otra cosa: dictaduras o mafias, tal vez.
La disidencia alimenta productivamente el desarrollo de las sociedades donde estas poseen medios, canales y herramientas para implementar en la práctica lo que es el consenso real y consecuencia de una democracia. La oposición creativa, porque se enfrenta como efecto, por conocer otras posibilidades acaso mejores que las que se ejercen; esa oposición enriquece, fortalece la construcción de la sociedad democrática. Y normalmente la disidencia procede de las corrientes de cambio, de transformación, no conservadoras ni estatistas. Eso hoy no responde, como se pensaba esquemáticamente, a un extremo u otro. De hecho desde hace unos años parece practicarse la transformación social desde posiciones derechistas. Lo que evidencia que no es intrínseco a las llamadas izquierdas proveer cambios. En lo que resulta un rompimiento de la mítica política y social moderna, desde una época que no es propiamente moderna nunca más.
Entonces la disidencia es una expresión virtuosa de un estadio altamente cualificado de la democracia. Porque propicia armónicamente la existencia de los ámbitos individuales y grupales, acaso colectivos, lo particular con lo general, lo minoritario con lo mayoritario. Una naturaleza dialógica que por lo general no destruya al individuo.