Vedados (Parte 2)
Todo fenómeno necesita de un proceso contendiente. Activo y que se exprese. Resulta preocupante en la contemporaneidad que no sea muy común una disensión dentro de los mecanismos sociales, sean de una u otra posición, o de sociedades disfrazadas con posturas, que no posiciones, de centro.
Es cuando ponderamos aún más la importancia de la disidencia por encima del consenso social. Porque normalmente este último se convierte en hábito, rutina, doctrina seguida estúpidamente. Y esto sucede a menudo y fácilmente, porque como se dice metafórica y realmente, la sociedad es un monstruo sin cabeza y requiere de esa válvula reguladora, no de escape, que es la disidencia. Esta, completa la noción democrática, no la limitada conformidad social.
Esa conformidad es el mejor alimento para cualquier derivación dictatorial, porque a través de diversos medios ha venido tejiéndose, desde los sesenta del pasado siglo hasta la actualidad, un consciente proceso de control sutil, casi invisible para la mayoría, en función de otro tipo de consenso social que sustenta a esos estados devenidos en autocracias.
Es más evidente la implementación en las sociedades, traspasando sus posiciones a través de ese engañoso espectro o abanico político tradicional, de mecanismos que incrementan el control, y lo hacen vendiéndonos la idea de mayores protecciones y garantías sociales que no son tales. El hecho es el aumento de la capacidad policíaca y castrense sobre las sociedades. Estas son hoy menos democráticas y más sectarias, intolerantes, menos cultivadas e ignorantes. Han perdido gradualmente sus capacidades relacionales, y con ello, aumentan sus subdesarrollos, separaciones e inculturas.
Entre varias expresiones contemporáneas, la tecnocracia de diversos gobiernos se ampara en ese “no territorio” que es poder: el mercado. Oficial y subrepticiamente negocian con el capital financiero y esto es lo que determina sus direcciones políticas y sus prácticas debilitadoras de la capacidad y la autonomía posiblemente ganadas por la sociedad hasta los años setenta-ochenta del siglo XX. Por eso los sucesos tras los noventa, que aparentan abrir un lapso de cambios, otros tipos de “revoluciones” o al menos transformaciones, son realmente los reacomodos del capital ante una creciente disensión que debía enmudecerse y es, desde esos años, lo que ha venido operándose hasta estos de la segunda década del XXI.
Tras esta pérdida de voz social, el aumento de las desigualdades y la gradual desaparición en muchos contextos occidentales de un estrato medio que fungía como equilibrador de toda la sociedad. Hoy es más evidente una jet set minoritaria y una extendida sociedad tendiente a la baja, la media es cada vez más una fina capa porosa, siempre señalada por moverse de un lado a otro, oscilante, pero así necesaria para propiciar algún consenso. Sin embargo, dentro de ella, no tanto en la base precaria, menos en la alta esfera, es donde se generan los fenómenos disidentes que han ayudado históricamente a reconcebir la noción democrática.
Entonces la negación a la práctica y al pensamiento opuestos se “delega” en la sociedad misma, como multitud que cancela, lincha, apachurra los entes sociales que se proponen cambiarla, porque ellas padecen un habitus conveniente a la superestructura. Nuevamente el burro que anda tras la zanahoria ofrecida por un tecno-capitalismo sin fronteras, naciones, territorios específicos –ya que el “socialismo real” ha demostrado su ineficacia y también ha cometido atroces errores en contra de sociedades completas–. Una nomenclatura de poder que es “soberana” desde otra idea que ya no es moderna, no obstante se vale de esos conceptos –patria, nación, soberanía, identidad, injerencia, próceres– para mantener el modelo que consideran eficaz sobre la sociedad.
No debemos olvidar esa disciplina moderna que es la psicología, que adquiere mayor cuerpo desde el siglo XIX en consecuencia con una cúspide de la expresión de la modernidad como naturaleza socio-cultural donde el ser, el individual y el colectivo, es el sujeto generador y a la vez el objeto de control. Esa psicología en sus tantos caminos –donde una de sus bases son los estudios sobre lo conductual– ha servido en lo oculto para poder estudiar cómo penetrar en ese ámbito que parecía insondable hasta ese siglo XIX: la mente, la conciencia.
Hasta no mucho, y todavía es lo que se piensa como promedio, la conciencia ha sido comprendida cual territorio de la naturaleza humana –y de otros seres– al que ningún poder puede forzar. Cierto de alguna forma, sí puede ser influido, sugestionado, y de ahí partir un proceso más directo de modelación sobre la conciencia social, colectiva, grupal e individual. Cabría preguntarnos la utilidad en este ámbito de las investigaciones que hasta hoy viene desarrollando la neurociencia como transdisciplina, donde convergen otros dominios que pueden valerse de las ciencias que estudian el control y el comportamiento.
Esta es una de las razones por las que en las formas políticas actuales ya no se reprime al disenso, se actúa simplemente para que este no pueda constituirse. No se recurre a la represión y a la tortura, porque en ausencia de cabezas discrepantes y de espíritus rebeldes, ya no es necesario.
El poder del siglo XXI no castiga a los cuerpos, se apodera de lo que llamamos espíritus, almas o mundo interior. El elogiado pluralismo de todas las voces se resuelve en un monólogo de masas que siempre dice lo mismo. Repite los slogans de las tendencias políticas a las que apoye. Y se enfrentan unas con otras, cada una conformada por muchos que a su vez constituyen en mayor número a la sociedad. Tras ellos, muchos concilios, pactos, que la sociedad desconoce y en su desaforado andar menos percibe.
El disidente no responde ni a uno ni a otro torrente. Tampoco se sitúa en el centro: es mucho más autónomo por su condición y esencia. Pues por su naturaleza debe percibir, pensar y sentir desde lo que no responde a establishment alguno. Porque además, cada vez más descree de los esquemas de las izquierdas o las derechas. Y sabe del peligro de sus extremos. Como sabe del peligro de quienes dicen ser de una vertiente y practican la contraria, o quienes engañan con su populismo, que hoy existen en todo el espectro. Para ello esos politiqueros, que no políticos, tienen quienes miran detenidamente las veletas –cabilderos, senadores, congresistas, diputados, estructuras de base, complejas infraestructuras–.
Porque en el fondo es la misma ideología, hace rato. Ni siquiera es ideología sino pensamiento débil, blando, rastrero, amoldable según sople el viento de la llamada política.