Nacer con estrella
Lo ignoré hasta descubrir mi obsesión melómana, pero nací el día que salió al mundo una de las creaciones que más me ha estremecido. David Bowie nos regaló “Hunky Dory” mientras yo comenzaba a quitarle el sueño a mis padres y, veintiséis años después, en 1997, cuando nació mi primer hijo y el hombre-camaleón se unía a otro de mis predilectos −Trent Reznor y NIN−, no paré de cantarle “Quicksand” a mi Samuel, una de las joyas de esa obra de arte.
Hasta hoy, no puedo sustraerme a pensar en mis hijos al entonar algo del Duque Blanco, de esas arenas movedizas me salva mi hijo músico, de la estrella negra me extrae el segundo con su sonrisa grabada en mi memoria.
Como sucedió a otros de mis amigos y colegas, este ser de múltiples rostros y encarnaciones me sigue motivando con sus ideas, sus expresiones, y muchas veces me veo haciéndolas también mías. No me he separado de esas escuchas, ni de intentar comprender su incómoda pero precisa voz −en algo anti-crooner, podía imitar con su canto al endiablado y sensual Jagger, al tono nasal de Dylan, o clonar la voz de Warhol y muchos más, sus obsequios fueron disímiles extrañezas, sorpresas sonoras, visuales, estéticas, conceptualmente cool y a la vez perturbadoras−. Porque Bowie es uno de esos seres claves que ha influido en muchos de los acontecimientos y sucesos que han moldeado la cultura desde finales de los años sesenta hasta este nuevo milenio.
Han pasado ocho años desde su partida en 2016. En aquel momento yo regresaba en un vuelo de dos muestras que habíamos organizado con la plataforma de arte y tecnología MATROSKA, y me chocó la noticia como un puñetazo, un golpe acompañado de su disco “Blackstar” con el que parecía decirnos: “me voy de este mundo con heridas y cicatrices, no son visibles pero las he vivido,” junto a muchas ideas de este gran adelantado que no deja, aún, de asombrar a quienes le hemos seguido como uno de los más importantes creadores de la segunda mitad del siglo XX y pionero de mucho que aún, por tanta crisis hoy, está por ser creado.
Mi inclinación por su obra no es desde la posición de un fan, ni suyo, ni de NIN o Radiohead o de tanto buen rock o jazz que haya escuchado. Me seduce la música que me hace sentir, me lleva a pensar y me despega de esta tierra, contra la gravedad. Mis predilecciones por el arte o por lo que valga culturalmente son consecuencia de encontrar algo trascendente. En lo que todos los seres humanos deberíamos pensar más y así dar la espalda −o mejor, destruir− a tanta abyección que hoy quiere prevalecer.
Es por eso que en 2016 estuve un día completo escuchándolo, estudiándolo, sintiéndolo de nuevo. Antes, en junio de 2014, había tenido una inmersión multimedia única en “David Bowie Is”, exhibida en el Martin-Gropius-Bau de Berlín, especial muestra-homenaje a su obra y su huella en Alemania. Toda la instalación, su deliciosa curaduría, el preciso environment audiovisual, me ofrecieron en gran medida la dimensión, la importancia cultural, de quien supo percibir frente al traumático muro de Berlín, en medio de la noche y ante un guardia que se arrepentía de apuntar con su fusil, que cualquiera podía ser héroe por sólo un día… gracias a un beso.
Hasta hoy es parte de mi “pillow music”. Va conmigo a donde sea. Como en 2022, en aquel cine de Kreuzberg donde mi hermana Andrea Sunder-Plassmann nos sorprendiera a Denixe y mí, en el mismo barrio donde Iggy Pop y Bowie fueran obsequiados con uno de los momentos más creativos de sus carreras. Estar allí, donde otrora él, ante esa hermosa y subyugante reverencia de Brett Morgen, ante ese apoteósico, asombroso mega-clip que es “Moonage Daydream”, vino a confirmarme lo que por años he sentido, un complicado estremecimiento ante esa posible verdad que es: no creas en ti mismo, no creas lo que creen los demás, el conocimiento tal vez aflora ante la muerte. Hoy, por otras vivencias personales, creo más en ello, en gran medida gracias a algunos, Bowie como parte de esos pocos.
Porque hay artistas que respiran el espíritu de sus épocas, ese Zeitgeist al que me he referido en otros momentos, y que incluso siendo un termómetro epocal, como que se adelantan a corrientes y tendencias ulteriores. Ese fue su caso.
Bowie es un referente evidente para numerosos creadores y artistas en todo el orbe, desde América hasta Asia, desde Johannesburgo hasta San Petersburgo. Su multidisciplinariedad, heredera en mucho de la movida contracultural de los sesenta y ligada a los procesos de la Factory en Estados Unidos y de Intermedia y el Kraut desde Berlín, lo elevó para muchos otros artistas e intelectuales como un visionario, un ser que estaba dos pasos antes de lo que sucedía en su momento.
Esa suerte de modelo (del que también bebieron otros de sus colegas o compatriotas como Freddie Mercury, Peter Gabriel, David Byrne, Tom Yorke o Reznor) configura mucho de lo que es un artista en el siglo XXI: desplazable, móvil y con la capacidad de adaptar diversos medios para la expresión. El autor del heterónimo de Ziggy Stardust, entre otros, tuvo a bien desarrollar un lenguaje entre irónico y cáustico, que loaba tanto a Warhol –recordémoslo en ese homenaje que fue su rol en “Basquiat”, de Schnabel– como a los Rolling o al icono del folk que ha sido Bob, antes Zimmermann.
El “no estilo” de Bowie es el estilo pionero de un tipo de arte más allá de lo sonoro, de lo musical, de lo textual, lo escénico, lo histriónico, pictórico o escultórico, más allá de lo performático. Combinó procederes que sutilmente fueron más allá de esos medios; y ese espíritu marca en los caminos de un arte multidisciplinario donde lo sensorial es un ámbito importante.
Si bien esta vez reitero mi respeto tras estos años, que vuelva a servir como pretexto para hacer ver cómo artistas tipo Bowie siguen influyendo, siguen proyectándose hacia el futuro por haber creado algo que aún no ha sido del todo comprendido. Lo que alienta a diversas poéticas que han sido medulares dentro la producción visual. Sobre todo en creadores que han sabido comprender al arte no sólo como un negocio, sino como un ejercicio de libertad expresiva, conceptual e instrumental para situarnos en el centro de las posibilidades del sentir.
Nota: Una primera versión en otra dirección, a raíz del deceso de Bowie, fue publicada en enero de 2016 en la columna “En piel de Gourmet” que publiqué durante cuatro años en el periódico Noticias de artecubano. El presente texto es una reedición de nuevas ideas y sentires.