Adiós a Ricardo Vinós

Tepoztlán, donde la luz respira lento y los recuerdos florecen con insolencia

Ricardo no se fue. Nada de eso. Convocó a una escena —una última toma, le dijo al viento— con luz dorada, jazz flotante, abrazos larguísimos, galletas crujientes, delirantes tamales de hoja santa… Así fue, llegaron sus entrañables: poetas que hablaban con la mirada, fotógrafos de pupilas en alerta, editores con olor a tinta y directores de orquesta que caminaban como si dirigieran el aire.

Se fue para provocar un encuentro. Porque así era él: tejedor de presencias, conspirador del cariño, maestro en el arte de convocar.

Fue en la casa de Eduardo y de María —su hija amada, su eterna protectora—, una casa que no es casa sino umbral: entre la selva y el cielo, entre la piedra y el canto de los pájaros. Allí empezaron a llegar, sin aviso, sin instrucciones. No traían luto. Traían memoria, sí, y también flores recién cortadas, cámaras analógicas colgando al cuello, y una infinita disposición a recordar con el cuerpo entero.

En el centro del comedor, sobre una mesa de piedra volcánica, se colocó el féretro: sobrio, digno, exacto. Alrededor, flores blancas, veladoras amarillas, y un puñado de sal en un plato blanco, porque hay despedidas que exigen rituales antiguos. Nadie organizaba. Nadie impuso. Todo fue espontáneo, como si una coreografía invisible —firmada por él— hubiera sido ensayada en los sueños de todos.

María puso la música que a él le gustaba. Eduardo nos deleitaba con los anuncios de qué degustaríamos un momento después. Hubo risas, y poco silencio. Todo sonaba a poesía sin escribir. Los ojos —los suyos, los nuestros— seguían viendo incluso después de cerrarse.

No hubo misa. Hubo cine sin palabras, proyectos de libros que ahora flotan en la atmósfera, y anécdotas que se contaban solas. En una esquina las ramas filtraban la luz, el verde danzando por doquier como dirigido. Entonces lo entendimos: eso era Ricardo. Quien miraba donde nadie más mira. Quien hacía visible lo que apenas susurraba existencia.

Nos fuimos despidiendo sin decir adiós, simplemente un rastro de cariño en el aire. Se contaron historias en voz alta, se alzaron vasos de mezcal, se comió, se brindó, se vivió. Esa tarde, nadie lloró del todo. Porque la despedida no era olvido: era escena dirigida por él. De un modo secreto. Hoy sé que estaba ahí, justo detrás de cada gesto, calibrando la luz, enfocando con paciencia, colimando una última foto del dulce encuentro de sus amigos.

La fiesta era suya. Y también nuestra.
Como siempre.