Vedados (Parte 3)

La estupidez es una característica del ser humano, destacada en la mayor parte de la historia como expresión de nuestra incapacidad para procesar desde la inteligencia, esa propiedad que también nos es potencialmente inherente.

Nadie escapa a la estupidez, como a tantos defectos que, junto a las virtudes, podemos cultivar. Va de la mano con la inteligencia, miserablemente. Es como esa zarpa que nos agarra y tira hacia atrás, para impedirnos avanzar, detenernos o desviarnos de lo que puede ser acertado. Nos conduce al fatuo orgullo, a la vanidad que esconde las carencias, a la credulidad que nos torna manipulables, al temor por lo que desconocemos y nos resistimos a aprender, a la generación de prejuicios que nos dividen, nos alejan del conocimiento o la comprensión. Puede conducirnos a peores al ser –como planteaba Dietrich Bonhoeffer– uno de los más peligrosos enemigos del bien, pues no existe razonamiento eficaz ante la estupidez. Y llega a ser más amenazadora o temible al afectar a más personas, grupos sociales, bandos ideológicos, a la sociedad general, pues los seres estúpidos son capaces de ejercer cualquier mal sin percatarse de ello.

El estudio de la estupidez ha merecido la vocación de no pocos –donde destacan tantos como Teofrasto, Demócrito de Abdera, Séneca, Erasmo de Rotterdam, Montaigne, Schopenhauer, Johann Erdmann, Nietzsche, Bonhoeffer, Jung, Adorno, Walter B. Pitkin, Camus, Paul Tabori, Foucault, Carlo Cipolla, James F. Welles, Eco, Alain Roger–, con enfoques desde el campo clínico, psicológico, conductual, ideo-político, filosófico. Mas es un tema que trasciende esos estudios y cala en la expresión artística –Giotto, El Bosco, Pieter Brueghel el Viejo, Quentin Massys, Franz Verbeeck, Shakespeare, Johannes Moreelse, Caravaggio, Velázquez, Goya, Messerschmidt, J. P. Eckermann, Blake, Daumier, Balzac, Duchamp, Buster Keaton, Chaplin, Fritz Lang, los hermanos Marx, Cantinflas, Peter Sellers, The Beatles, Led Zeppelin, Pink Floyd, Monty Python, Zappa, Bowie, Nina Simone, Leonard Cohen, Les Luthiers, Facundo Cabrales, Charly García, Pescado Rabioso, Fito Páez, Rowan Atkinson, Roberto Benigni, NIN, Marilyn Manson, Thomas Bernhard, Radiohead, Chris Cunningham, Michelle Gurevich, Benjamin Clementine, Jhonathan Glazer, Agustín Guerrero, entre muchos artistas desde diversos medios hasta la actualidad–.

Francisco de Goya. «El pelele» (Detalle). Cartón para tapiz. 267 × 160 cm. Circa 1791. Museo del Prado, Madrid. Imagen procesada por OjodeHipopótamo.

Evoco esa idea de Schiller sobre cómo la estupidez sobrevive, triunfante, altanera, y los dioses luchan en vano contra ella. O a Ortega y Gasset, quien la consideraba no sólo como una dificultad cognitiva, sino un problema ético por notar que este ser no se esfuerza por entender ni mejorar su situación, sino seguir –a la vez que alimentar– tal ignorancia voluntaria y condición perfecta para los ámbitos de la política, lo doctrinario, el entretenimiento y todo lo que distrae.

Regresaré el respecto. Pero deseo invertir un poco la percepción sobre los eslabones de esta cadena que maniata la condición humana e ir a una de sus consecuencias en el presente. En este periodo cada vez más crítico que con tanta celeridad ha crispado la vida en tantos niveles. Hoy, cuando todo atraviesa, porque vivimos inmersos en la porosidad de lo global y lo ínfimo, por lo que casi todo está cada vez más interrelacionado, y no presuntamente para bien de nuestra condición.

Robert Musil nos retorna con su obra “Sobre la estupidez” de 1937 a un aspecto que parecía superado. En medio del totalitarismo vivido en esos años, reparó en el peligro que conlleva la barbarización de las naciones, los estados y los grupos ideológicos. El autor de “El hombre sin atributos”, como varios de sus contemporáneos, cimentó las bases de esta suerte de “déjà vu” que hoy vivimos. Sin embargo, en mucho parecido, no es semejante: han cambiado las herramientas y las sociedades. Hasta el punto de haberse generalizado la incultura de un modo diferente a como se ha comprendido en las revisiones históricas del pasado, incluso de ese pasado más reciente que fue el turbulento siglo XX. Porque regresamos al peligro de la barbarización de las naciones, los estados y los grupos ideológicos… con una mayor ignorancia de la sociedad.

La contemporaneidad instrumentaliza y modela conscientemente la ignorancia como algo esencial dentro del mecanismo que mueve a las llamadas democracias, a los estados totalitarios y a los tantos que orbitan sin ser una u otra realidad; contextos donde la modernidad fue imposible o llegó a soplos o tristes intentos, menos a un supuesto proyecto de nación.

No sólo se propicia al ser ignorante, sino que hoy se alimenta más, se estimula, enaltece y modela de un modo más sagaz, más sutil. Para ello se poseen nuevas herramientas que se fueron articulando y refinando desde la irrupción mediática, por los años cincuenta del pasado siglo, hasta llegar a la necesidad generada en torno a los Media y a esta mayor irrupción tecnológica evidente desde comienzos de los años noventa, cerrando el siglo y el milenio. Tanto, que los reticentes o imposibilitados de acceder a la conectividad digital –que esconde con su estetización y atractivos a crecientes algoritmos, datos y registros de cada persona– no pertenecen, son considerados fuera de los sistemas diseñados para que todo pase por sus filtros.

Por otra parte, una sociedad políticamente informada, instruida y educada, es más difícil de controlar. Pues quienes componen ese segmento tienden normalmente a examinar, verificar, contrastar, dudar, interpelar, a cuestionar y demandar –si no rechazar– los slogans vacíos de sentidos.

Louis Leopold Boilly. «Una logia, el día del espectáculo gratuito» (Une loge, un jour de spectacle gratuit). Óleo / lienzo. 32,5 x 41,7 cm. 1830. Museo Lambinet, Versalles. Imagen procesada por OjodeHipopótamo.

En cambio, una sociedad ignorante es más fácil de ser ordenada mediante el manejo sin muchos argumentos de sus emociones, de sus rutinas, sus conductas inducidas, donde intervienen los adoctrinamientos valiéndose de sus creencias, sus credos, su fe.

El ser ignorante necesita sentirse parte de algo. Por eso, tal condición dejó de ser un problema y fue transformada en un recurso. Pasó de ser un defecto para ser un efecto útil, conveniente. Porque políticamente convierte al ser estúpido en el ser ideal para todos los sistemas, sean de izquierda, centro o derecha, sean de base cristiana, judía, islámica, hinduista o budista.

Cada vez más, lo que prevalece es la idea de maleabilidad del sujeto social. Porque en casi todas las agendas políticas del orbe, y de ahí muchas derivaciones en los niveles de implementación de la cultura –que lo comprende todo en tanto expresión concreta de lo creado por el ser humano– nos llena de esas avalanchas de contenidos que mayormente son “masajes”, edulcoraciones, simplificaciones hasta llenas de dislates que pocos percibimos porque mayormente se conducen por lo que no requiera mucho esfuerzo nuestro. Contenidos que sean ligeros, lights, masticados y listos para consumir, para no pensar ni sentir en profundidad; así anestesiar cada vez más la posibilidad de cultivarnos trascendentemente desde nuestras individualidades.

Y no sólo afecta a la mayoría de la sociedad, sino a quienes se nos presentan como supuestos líderes. Más hoy, que vivimos una evidente crisis de liderazgos, a favor de una mediocrización de las figuras políticas. Entre tantas razones posibles como la falta de paradigmas, de una concepción del “fin último” a alcanzar en cada modelo social existente –la mayoría de base moderna, esa modernidad que agoniza cada día más, por haber demostrado su incompetencia–, la ingeniería que teje la realidad política contemporánea no se basa en ideologías, ni principios, menos en programas. Y las figuras políticas generalmente no se conducen por proyectos de estado, sino por el cacareo de frases tan huecas –repetidas por uno u otro bando, pero no realizadas– como ese vacío de sentido que consumimos.

El ser del presente no tiende a razonar opiniones políticas. Las filtra tras haberlas sentido. Porque los sistemas emplean, cada vez con mayor efectividad, esa capacidad primaria que poseemos: reaccionar ante lo que activa nuestras alarmas como indicadores de una posible desestabilización. Los engranajes políticos activan previamente las alertas, las señales de riesgo o amenaza, las fobias reales o las construidas, los rencores de la sociedad, sus nostalgias o anhelos, sus nociones construidas, pero no alcanzadas. Se activa lo más básico, lo más primitivo, apelando –reitero– a las emociones más que a la capacidad cada vez más inhibida de razonar.

Francisco de Goya. «Asta su Abuelo», de los Caprichos, No. 39. Grabado mixto (aguafuerte, aguatinta y punta seca). Primera edición. Museo del Prado, Madrid. Imagen procesada por OjodeHipopótamo.

En ello podemos descubrir la razón de por qué tanta crisis con la formación de la sociedad, de sus bases de instrucción, con la merma en la calidad de la llamada “educación” y la disminución de conocimientos que aportan relacionalmente al pensamiento enriquecido, y con ello al incremento de las capacidades mayores de sentir; lo que desarrolla más la capacidad cognitiva del ser humano. Por eso, no se invierte en formar ciudadanos sino en la segmentación de la sociedad.

De esta forma, a través de los medios tecnológicos que hoy existen, hasta en lo más ínfimo e íntimo de nuestra cotidianeidad, nos hacen creer que accedemos a una personalización de los contenidos que consumimos, cuando en realidad lo que ocurre detrás de las cookies, las trazas de búsquedas, es una perfilación de cada uno en una suerte de burbuja social, nichos cibernéticos, que son las nuevas parcelas de control social. Parece aún, leído de esta forma, algo entre paranoico o demencial, pero es el proceso existente en todo lo que tecnológicamente empleamos: desde el más “simple” teléfono celular hasta la más compleja computadora o sistemas de redes, aun en la implementación de la IA como medio de consumo, no de producción, desde la más “irrelevante” noticia hasta lo que más nos entrampa como contenido que consume nuestro tiempo y energía.

En medio, la ilusión de empoderamiento individual y social. Pero es parte de un guion emocional que percibimos en una superficie. Detrás, de modo imperceptible para la mayoría, programaciones desde códigos escritos por desarrolladores –entendamos, pasos a pasos establecidos–, herramientas para hacerlos activos, datos y archivos de configuraciones que son realizados de un modo cada vez más atractivo para los que consumimos. Una madeja de hipertextos invisibles para nosotros, que nos conducen dentro de los “ghettos” digitalizados que se diseñan para la mayoría. Mientras, la ilusión de que decidimos, cuando realmente sólo reaccionamos. Con la idea de que expresamos nuestras opiniones y son importantes, mayormente lo que hacemos es replicar contenidos que muchas veces hasta ignoramos sus fuentes o su veracidad.

Frans Verbeeck. «Trata de tontos, o burla de la estupidez humana». Óleo / lienzo, 135 x 188 cm. Realizada entre 1531-1570. Stedelijke Museum, Amsterdam. Imagen procesada por OjodeHipopótamo.

Confundimos nuestra desazón, nuestra irritación o hartazgo, con lo que pensamos que es ser crítico. Es una cosecha perfecta para el campo político. Porque ya no se quiere discusión sino comportamiento. Esto aumenta la estupidización, pues muchos somos confundidos estructuralmente sobre qué cuestionar. Se diluye en la percepción de la sociedad la diferencia entre lo que significa, connota, y lo que es parte de un show montado por encima de nosotros para controlar las expresiones diezmadas y los rebaños divididos.

Para el ignorante la política es eso: el espectáculo que resulta para ese ser mirar a un campo de pelea donde vitorea a los suyos y detesta y condena a los contrarios.

St Josef vom Berg. Octubre 2025