La rosca invertida de la economía
(Parte I)
El mundo está sumido en una crisis que parece exigir un nuevo orden, como lo plantea Henry Kissinger en su libro “Orden Mundial”. Lo grave de todo es que los países poderosos dispongan de recursos ilimitados para hacer la guerra y no para atender un problema tan agudo como humano: el hambre.
El mundo ya no cuenta con la mayor generación de jóvenes que se anunciaba hasta 2010. Los adolescentes y jóvenes, aquellos individuos con edades comprendidas entre 10 y 24 años, representaban el 28% de la población mundial hasta hace trece años. Este porcentaje se ha afectado tras la pandemia de Covid-19, desacelerando los índices de natalidad, y en la actualidad se considera que constituyen el 16% de la población mundial.
Sin embargo, desde finales de la década de los noventa hasta principios del siglo XXI, se vislumbraba un panorama que parece no haberse solucionado, sino más bien haberse incrementado: la falta de inversión en las necesidades y derechos de la población joven.
El respaldo global para acceder a la educación y atención médica ha sido un problema irresuelto, al igual que la creación de empleos dignos para los jóvenes y una política de educación enfocada en la planificación familiar con miras al futuro. Uno de los aspectos más preocupantes de esto es la disminución o colapso en la calidad de la instrucción y la educación. Sintomáticos son los grandes conflictos de orden político que se pelean en conflictos bélicos reales, casi todos situados en el centro del orbe, y de un modo simbólico y conductual tras el “lenguaje inclusivo” y otras manipulaciones genéricas y éticas, más las operaciones ideológicas que amasan a la sociedad, dentro de ella al sector joven, con evidentes intereses de empoderamiento de sectores políticos, como ha sucedido recientemente en Argentina y puede continuar como “efecto dominó” en otras regiones y países.
Para mediados del año 2023, se considera oficialmente que un poco más del 18% de la población mundial vive en condiciones de pobreza extrema. Esto significa, según los datos proporcionados por instituciones internacionales, una disminución del índice en comparación con los niveles registrados a principios del milenio.
Pero ha aumentado el nivel de desigualdad económica. Y este es un problema cada día más evidente. Porque la desigualdad podría debilitar lo ganado durante todos estos años, décadas, de algunos esfuerzos por disminuir la pobreza mundial a partir de ofrecer lo básico para la vida a amplios sectores humanos.
Más del 80% de las riquezas mundiales hoy se encuentran en las manos de un exiguo 10%, y estos son datos siempre imprecisos. Hablamos de un average o promedio. Esto quiere decir que de ocho mil millones de habitantes en el planeta, más de mil 100 millones de personas continúan en condiciones de pobreza extrema, sin protección social, sin trabajo real ni servicios de salud o de educación.
Por esto parece que nos encontramos ante un eufemismo, pues se habla de la disminución de la pobreza, pero a la vez del aumento de la desigualdad.
En los últimos treinta años hubo un crecimiento de casi tres mil millones de personas respecto a los más de cinco mil 660 millones de finales de la década de los noventa del siglo pasado. Con ello aumentó la sensibilidad respecto a la protección de la dignidad y de los derechos humanos. Así aumentó el esfuerzo por garantizar los derechos de las mujeres, tanto sociales como reproductivos.
Pero la población comenzó a experimentar una lentitud en su ritmo de crecimiento consecuencia de la crisis global agudizada desde 2020 hasta el presente.
Son diversos los indicadores de esta ralentización. Entre ellos, el aumento del uso de anticonceptivos y el del control natal por parte de familias, parejas o madres. El aborto ha disminuido y, aunque la natalidad es menor, la mortalidad infantil se ha reducido a la mitad de sus índices a finales de los años noventa pasados.
Pero el mundo es cada vez más urbano. Incluso cuando en cierto momento de la pandemia pareció incrementarse un desplazamiento de la ciudad a zonas rurales o periféricas, se mantiene un porcentaje de alrededor del 50% de la población en las ciudades. Por supuesto, este crecimiento urbano genera otros problemas relacionados con la extensión de los barrios marginales en todas las urbes. Y esto conlleva diversos problemas sociales, de salud, educación y seguridad, que afectan sobre todo a mujeres y niñas pobres.
Además, se han experimentado más procesos migratorios que nunca antes, con una intensidad y dramatismo sin precedentes. En 1990, se estimaba que había 154 millones de migrantes a nivel mundial. Para 2023 se considera que 184 millones de personas, el 2.3 por ciento de la población mundial, viven fuera de sus países de origen.
La mayor parte de la población migrante es joven, lo que significa que en el país de origen la población que permanece está experimentando un proceso de envejecimiento. Al mismo tiempo, a nivel global, hay un proceso de envejecimiento debido a la desaceleración o disminución de la tasa de natalidad.
Todos estos factores, y muchos más, tienden a alterarse hacia indicadores negativos porque estamos viviendo un mundo que ha hecho de la crisis económica el gran leit motiv. La gran crisis que se avizoraba en 2008 alcanzó magnitud global y acelerada en 2020. Y su envergadura caló al campo social y político de un modo no desconocido, pero sí inesperado por la mayoría.
La práctica y la narrativa de la actual crisis expresa una crisis sistémica de la sociedad posfordista, al parecer fracasada en su gestión económica por errores en su aplicación en modelos, hasta antagónicos muchas veces, y competencias que hasta la segunda mitad del siglo pasado no eran conocidas, como el embate oriental sobre Occidente y la fractura de la solidez industrial de Estados Unidos y sus extensiones de producción; lo que ha ocasionado en no pocos casos precariedad y discriminación.
Porque aún no se conforma de modo sistémico ese orden nuevo que se perfila actualmente, un llamado “tercer sector”, que se sitúa de modo intermedio entre lo empresarial y lo privado, entre las políticas públicas y las corporativas, entre las compañías y los sistemas financieros que dentro del mundo global se irán proponiendo otras estructuras y dinámicas donde el empuje forzoso de la tecnología aplicada ya es evidente y parece que contribuirá a la remodelación de otras alternativas económicas. Con esto, otros modelos políticos. En la medida que la base económica regula, si no rige, el discurso y los pasos o estrategias que constituyen a la política por definición.